El verbo inicial condiciona el tono de todo este himno de acción de gracias y de reflexión. El poema es largo y tiene algo de desbordante; como desbordante es la acción de Dios, que remueve el cielo con la tierra para salvar a una persona que está en peligro. Son las cosas que tiene el amor: no escatima medios para ayudar a la persona amada. Todo el poder de Dios al servicio de un hijo suyo que sufre la persecución de los enemigos. ¡Si conociéramos el poder de Dios y su amor hacia cada una de sus criaturas!
El salmista ha tenido experiencia de los cuidados de Dios en medio de sus tribulaciones. Y, por ello, hace dos cosas fundamentales: dar gracias y reflexionar.
Normalmente, cuando las cosas nos van mal, solo queremos salir del apuro y olvidar cuanto antes todo sufrimiento. Tal vez por eso, la vida nos educa poco y no acabamos de madurar como personas.
Quien tiene tiempo y hondura para contemplar lo real en todo su misterio, aprende a dar gracias y a reflexionar en medio de las vicisitudes de la historia.
Dar gracias implica que sabemos ver el amor de los demás hacia nosotros, su presencia amiga. Nos importan, no solo como estímulos que resuelven nuestros problemas, sino como personas reales que están ahí por algo, que nos aprecian, que se esfuerzan por nosotros. Dar gracias a Dios significa que vivimos nuestra existencia de forma religiosa, sabiendo que no estamos perdidos en medio del universo, que no venimos de la nada ni nos encaminamos al vacío.
Reflexionar, por otro lado, implica que somos algo más que “materia sentiente”: somos libertad, somos camino, somos interioridad. La vida es escuela de humanidad.
El salmista, que da voz simbólicamente al rey David y, con él, a todos los creyentes de todos los tiempos, está viviendo ese primer mandamiento que Jesús entresaca de las leyes de la antigua alianza: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón…”. También se ha de amar al prójimo como a uno mismo: ese es el corazón de todo lo que Moisés nos dejó escrito.
El salmista lo vive y lo expresa después de haber pasado por la prueba. ¿No tenemos nosotros, a menudo, una experiencia parecida? ¿No son escuela de amor los sufrimientos de la vida, sus pruebas y su misterio?
Toda la oración es fruto de un amor que precede. La acción de gracias, la petición de ayuda, la reflexión profunda: todo brota de un amor a Dios que está en la base de todo lo que somos. Quien se sabe amado, reza. Por eso, en el fondo, toda oración verdadera debería comenzar así, como nos enseña el salmista: “Yo te amo, Señor, por eso…”. La oración es un desarrollo, palabras y gestos que dan contenido en cada circunstancia a un amor que está ahí siempre y que, con la vida y la oración, crece en nosotros sin cesar.
Hablamos porque amamos, porque esperamos ser escuchados. Pedimos porque sabemos que le importamos a la persona a quien nos dirigimos. Si esto es verdad, ¿no será verdad también lo contrario? ¿No elegimos el silencio y la soledad, muchas veces, porque no acabamos de amar, o porque no nos sentimos amados?
¿Por qué hay muchos creyentes que rezan tan poco? ¿Será que no tienen tiempo, o tienen poco que pedir y agradecer? ¿No será que aman poco?
Los principales mandamientos de la Ley no son normas que hemos de cumplir por conveniencia de otros: son el misterio de la vida misma que nos construye como personas.