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A Joaquín González Cuenca, un trino inolvidable

gonzalez cuenca joaquin 01
Joaquín González Cuenca en 2001 / Clara Manzano
Matías Miguel Clemente. Profesor de Literatura y poeta
"Hay clases que se pueden dar tranquilamente sentado, desde la silla del profesor, pero hay clases que se tienen que dar de pie. Luego hay unas pocas que se deben dar de rodillas...mañana, queridos, daremos a San Juan" nos miró a algunos y apuntó: “mañana no faltéis”.  Son palabras de mi profesor Joaquín González Cuenca que nos ha dejado.   

    Nació en León, pero se instaló en Ciudad Real en los años setenta y allí desarrolló toda su labor de profesor y de investigador, como un manchego más, un rearraigado al terruño.

    Cuánto le debo a sus clases, a sus charlas desarrolladas delante de una cerveza, a las cenas en su casa sorteando libros por los pasillos, a su descreimiento de todo lo que sonara a política, a burocracia, a mamoneo. Cuánto le debo ahora como profesor. Sería interminable citar todo aquello que yo repito de manera literal, todas las maneras, las formas y ante todo la actitud. Son muchas las lecciones que recuerdo, pero sin duda la más importante es que vale más una sola clase inspirada que doscientas pruebas de evaluación, porque esa clase no se ha de olvidar, esa se queda a vivir contigo. Diría, que uno de sus cabreos constantes era contra las barreras que el profesorado tiene para poder estar, si no siempre, la mayor parte de las veces inspirado.

    Fue inolvidable mi primer día de clase en la Facultad de Letras de Ciudad Real. Nos miró a todos fijamente, se encendió un cigarrillo muy despacio –él sí podía-, y mientras soltaba el humo mirando a la ventana, se echó a reír y nos dijo que estábamos ahí porque no querían que estuviésemos en la calle quemando papeleras. Y ahí, en ese momento, tuve el flechazo con Joaquín, ya sabía que lo habría de seguir adonde fuera, que lo tendría que asaltar en la cantina para mostrarle mis primeros bostezos poéticos, que si él tuviese que bajar solo, a mitad de clase, a parar una fiesta organizada por una marca de cervezas porque él estaba explicando, tendría que bajar y acompañarlo como un buen escudero. Que si hubiese que elegir entre Joaquín y cualquier otro yo sería de los suyos, como se es de los Rolling o de los Beatles.

    «No se os ocurra leerme un poema de Luis Alberto de Cuenca» nos decía con la sonrisa propia de un fauno, «todo está escrito ya Matías, joder» y volvía a reírse, porque para él todo estaba ya hecho en la Edad Media, en los cancioneros, en el Quijote, y nosotros solo sollozábamos de forma ridícula con nuestros versos. Pero nos preguntaba qué hacíamos, qué pensábamos, qué esperábamos. Entonces se acordaba de algo de forma repentina, se preocupaba, se echaba las manos a los bolsillos, sacaba unas llaves, unas almendras, unos tornillos, cualquier cosa, pagaba y se iba corriendo con su furgoneta a la fortaleza de la Poblachuela, donde vivía, en una casa de campo llamada “La Querencia”, a donde uno, como su nombre indica, siempre quería volver.

    Allí, en su guarida fraileña, trabajó durante años en la literatura cancioneril. Un trabajo casi inabarcable que le valió el Premio Real Academia Española 2005 por la edición crítica y comentada del Cancionero General de Hernando del Castillo. En esa casa nos preguntaba a nosotros, unos estudiantes sin apenas bagaje qué interpretábamos de cualquier texto del cancionero, no le importaba que fuéramos unos imberbes y a nosotros sí nos importaba eso, que nos hiciera importantes, útiles. Allí nos decía aquello que yo ahora repito cuando alguien me lee un poema, como un cowboy: “ojo, que si me lees te leo”.

    Nos regaló a un Quijote que yo no conocía, puso delante de nosotros al Cid y gesticulaba mientras lo recitaba, de manera que veías su enorme regocijo, nos descubrió a San Juan desde esa otra ladera, nos mostró su particular visión de la universidad, con la que era muy duro; lo vimos reír delante de sus enemigos, llorar por sus amigos como cuando se fue el querido Paco de griego por el que clamaba justicia. Nos dio atención, mucha atención, nos escuchaba con seriedad aunque por dentro estuviera riendo. Qué manera de torearlo todo, qué entrañable chulería que propalaba con sus posturas, entre osadas y bravuconas -un conocidísimo editor de poesía lo llamaba “cuerpos”- y qué forma de sentir la literatura y su copia mala, la vida.

    Hace unos años, estando yo todavía en Italia, nos intercambiamos unas cartas. Le escribí porque necesitaba decirle algunas cosas. En ella me decía que la única alegría que le había llegado en mucho tiempo al buzón era esa carta. Me ponía al día de lo que estaba haciendo, y la terminaba con una sentencia fiel a su estilo: “Que no te vean Matías, que si te ven estás jodido”. Así era su socarronería, siempre desnuda para ser interpretada. Y así fue él para sus alumnos y para todo el que se pusiera de frente, desnudo, sin disfraces, sin artificios, sin mentira. Cómo lamento haber vuelto de Italia y no haber hecho lo que quería, volver a La Querencia a verlo de nuevo. Siempre llegamos tarde a todas las personas, dicen por ahí.

    Sirva este texto como despedida y homenaje a Joaquín González Cuenca, a quien tanto debo. Lo termino repitiendo aquello que le encantaba decirme por ser albaceteño cada vez que me veía: Amanece que no es poco.

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