En este episodio, se ha querido dar un paso más allá: He tomado la voz de Antonio Víctor Rivas y, a partir de la entrevista realizada, he reconstruido su historia desde mi mirada, transformándolo en personaje, para narrar no solo lo que vivió, sino también la imagen que se me dibujó en la mente mientras le escuchaba.
«Las Brazadas de mi vida».
No me llamaría deportista de cuna, pero sí de corazón. Mi nombre es Antonio Víctor Rivas y, aunque durante años fui profesor en los Marianistas, hay algo que siempre ha latido con fuerza en mi vida: el deporte. Y dentro de él, la natación, esa que me atrapó casi sin querer, entre chapoteos en la Tabla de la Hiedra y competiciones improvisadas entre amigos que me decían: “Anda, si tú aguantas tanto en el agua, ¿por qué no te presentas?”.
Así fue como empecé, sin técnica, sin estilo, sin viraje. Solo resistencia y corazón. Me lancé a competir en una piscina de 33 metros, la de Educación y Descanso, que ahora es el Santa María. Nadaba 1500 metros: cada tres largos, 100. Una auténtica locura, pero era tan feliz… Yo venía del baloncesto también, que fue mi otro gran amor deportivo. Pero en el agua encontré algo distinto, algo mío. Y poco a poco, me fui tomando la natación más en serio. Ya no era solo nadar por nadar: era formar parte de algo.

Esa semilla que nació sin pretensión fue germinando hasta convertirse en el Club de Natación Ciudad Real, allá por 1973. Y sí, fue gracias a los padres, esos entusiastas, que decidieron hacer algo por sus hijos. El padre de Emilio Calatayud fue el primer presidente; el de Charo Vera, el tesorero. Todo se movía con pasión y voluntad. Así empezamos: sin piscina cubierta, con lo justo, pero con ilusión.
Recuerdo con claridad la llegada de Tina Torres, campeona de España, nuestra primera entrenadora. Su marido era militar y la destinaron a Ciudad Real. Tina nos enseñó a nadar de verdad. Nos hablaba de estilos, de series, de técnica. Antes de ella, nadábamos como sabíamos, “a lo loco”, por instinto. Pero con Tina todo cambió. Nos abrió los ojos al verdadero mundo de la natación. Fue entonces cuando el club tomó forma, cuando dejamos de ser chavales nadando a nuestro aire para convertirnos en un equipo.
Mi primera competición como club fue el Campeonato Provincial de Invierno, en marzo del 73, en la recién inaugurada piscina cubierta del Polideportivo Juan Carlos. Desde entonces, empezó a correr el gusanillo. Nos llamaban para representar a la provincia en los Juegos de la Mancha. Y eso, para nosotros, era como ir a las Olimpiadas.

Participé por primera vez en 1972, en Toledo. Estaba tan nervioso… Pero ver allí a tantos deportistas, de tantos lugares, fue emocionante. Para nosotros, que veníamos de entrenar entre juncos y barro, era como estar en otro mundo. El ambiente era festivo y competitivo a la vez. Nos unía algo más que el deporte: la esperanza de ser parte de algo grande.
En el agua éramos rivales, sí, pero fuera de ella éramos hermanos. Teníamos nuestras competiciones contra Calvo Sotelo, claro, y al principio nos llevaban ventaja. Tenían mejores instalaciones, más tiempo de entrenamiento. Pero poco a poco les fuimos “mojando la oreja”, como decíamos. La rivalidad era sana. Y al final, cuando se formaban las selecciones provinciales, íbamos juntos, codo a codo. Yo nadaba al lado de los que una semana antes quería vencer. Pero así era el deporte en aquellos años: una escuela de respeto.

La verdad es que todo era muy familiar. Éramos literalmente familias enteras en la piscina. Los Calatayud, por ejemplo, con varios hermanos en el equipo. Los Barragán, lo mismo. Y así, el club se convirtió en una gran familia. Entrenábamos, competíamos, y también nos reíamos. Emilio Calatayud era muy gracioso, tenía siempre algo que decir para quitarnos los nervios antes de una prueba: “¡Vamos a poder con estos ‘calvosos’!”, decía. Y todos reíamos, aunque por dentro estuviésemos temblando.
Hubo momentos tristes también. Recuerdo con angustia el accidente de Jesús Rincón, compañero del alma. Un cristal mal colocado, un descuido, y casi lo perdemos. Fue horrible, pero sobrevivió. Lo salvó un médico que, por suerte, estaba en la piscina. Aquello nos marcó.
Pero también hubo muchas anécdotas bonitas. Yo, por ejemplo, tenía un pie enorme, ¡calzaba un 44 con 14 años! Mis compañeros decían que nadaba con aletas, que eso no valía. Y a veces, cuando me despistaba, me tiraban de los pies en broma. También recuerdo al encargado de las instalaciones, Carbelo. Nos veía tanto tiempo allí, que terminaba apagando las luces de la piscina y nos decía: “Cuando terminéis, cerrad vosotros”. Y nosotros seguíamos nadando en la penumbra, como si no quisiéramos que ese momento se acabara nunca.

Mi ídolo en esa época fue Mark Spitz. Lo vi por televisión en las Olimpiadas de Múnich en 1972. Ganó siete medallas de oro. Y verlo nadar mariposa fue tan inspirador, que sin nadie que me enseñara, solo imitándole, aprendí el estilo. Me presenté a una competición y gané. Fue una de las primeras veces que sentí que de verdad podía lograr cosas grandes.
Viajar también fue una revolución para nosotros. Recuerdo el Campeonato Nacional de Educación y Descanso en Barcelona. Era la primera vez que veía una piscina cubierta de 50 metros. Me parecía descomunal. ¿Cómo iba a nadar allí? Pero lo hice. No importó tanto el resultado, sino la experiencia. Aprendimos mucho. Volvimos más humildes, pero también más motivados. Aún sigo sin saber como nos colaron en el torneo, que supuestamente era para trabajadores, pero allí estuvimos.
He sido nadador, entrenador, profesor y, sobre todo, testigo de cómo el deporte puede transformar una vida. En los Marianistas traté de volcar todo eso en mis alumnos. Siempre vi la educación como algo global: enseñar no es solo dar clase, es también formar en valores. El deporte me ayudó a enseñar a convivir, a respetar, a superarse, a perder y a ganar con humildad. Me formé como entrenador de baloncesto, como monitor nacional de natación. No porque quisiera títulos, sino porque quería saber cómo enseñar mejor.

También dirigí la Escuela Municipal de Natación de Ciudad Real durante años. Y creo sinceramente que las escuelas deportivas han sido claves para que el deporte llegue a todos. Porque no se trata solo de sacar campeones. Se trata de sacar personas sanas, comprometidas, con valores. Hoy día me emociona ver a los nadadores máster, a quienes siguen nadando a su ritmo, sin dejar que la edad sea un impedimento.
Hace dos años celebramos el 50 aniversario del club. Creamos un grupo de WhatsApp con más de 50 nadadores de aquella época. Nos reencontramos después de décadas. Muchos con más barriga, menos pelo, pero con el mismo cariño de siempre. Fue una gozada. El tiempo no había borrado lo que vivimos juntos. Aquel encuentro fue la prueba de que el deporte no solo forja músculos, también forja amistades que duran toda la vida.
Hoy sigo vinculado al deporte. No como antes, claro, pero sigo nadando, sigo animando, sigo creyendo que una sociedad más sana empieza por un niño con unas gafas de natación y una ilusión por aprender. O un chaval tirando a canasta en una pista de colegio. Porque de ahí nacen los sueños. De ahí nació el mío.

Y si algo he aprendido en todos estos años, es que hay brazadas que no se olvidan. Brazadas de esfuerzo, de compañerismo, de pasión. Brazadas que me han traído hasta aquí.
Soy Antonio Víctor Rivas. Y sí, he vivido nadando.