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Ardientes recuerdos

Ardientes recuerdos
Sin dogmatismo/Domingo Luis Sánchez Miras
Me reconozco tan primariamente manchego, que cuando ya padre de familia volvía a Ciudad Real en época vacacional, pasado Despeñaperros entreabría las ventanillas y animaba mis hijos, muy pequeños, a respirar nuestro aire reseco, que nada tenía que ver con el húmedo dejado atrás.

Que me tenga por un maniático manchego, es tan natural como que respire sin darme cuenta: nací en Criptana, a donde volvía en vacaciones escolares desde Ciudad Real, mi domicilio familiar; y a partir de los nueve, trasladada mi madre como Maestra Nacional a Herencia, estuve allí durante cuatro años, disfrutando de gentes que gustaban de usar como exclamación una prolongada interrogación “¿y…”? seguida de un reiterado “ía, ía…”, que, desde hace muchos años ha ido desapareciendo, aunque no así su carnaval ni la nobleza de la manera de ser de los herencianos. Devuelto el destino de mi madre a “la capitaleja” volví a vivir en ella, bien que bautizado en Daimiel, por un sacerdote que había sido protector de mi padre, oficiando de madrina su hija: se había hecho sacerdote tras enviudar y ello me deparó la satisfacción, años después, de gozar de la amistad del hijo de mi madrina, que como ferviente católico presumía cierta relación familiar derivada del bautismo. Mi niñez, aunque más más viajada de lo habitual entonces, no salió de La Mancha, no conoció otros parajes que nuestra llanura apenas interrumpida por algún “cerrete” al que pomposamente llamamos “sierra”.

Me reconozco tan primariamente manchego, que cuando ya padre de familia volvía a Ciudad Real en época vacacional, pasado Despeñaperros entreabría las ventanillas y animaba mis hijos, muy pequeños, a respirar nuestro aire reseco, que nada tenía que ver con el húmedo dejado atrás: veníamos de Huelva, mi primer destino como inspector de enseñanza, tras aprobar unas oposiciones en las que, al no poder tener plaza en Ciudad Real, mi esposa y yo optamos por una costa tranquila.

Si algo lamentamos fue la poca permanencia, empujados por las prisas por volver “a casa”, a Ciudad Real, a La Mancha, pese a lo agradable del ambiente laboral, no por méritos propios, sino de un profesorado, que me ayudó con habilidad y elegancia para hacerme creer que era mi mérito la creación del buen clima que arropó nuestra colaboración; aunque le correspondía a ellos. Y no finjo ahora usar cortesías para enaltecer el modo de hacer onubense: una de las cosas que me llamaron la atención fue el sólido trabajo en equipo que desarrollaban unos docentes andaluces, entre los que abundaban muchos “castellanos viejos” –aún no habíamos inventado Castilla-León como unidad- que se habían asentado allí. Se respiraban saludables inquietudes por aquellos pagos: en el ejercicio docente y en el comentario amistoso, adobado de las tímidas alusiones políticas que el principio de los setenta permitía, muy vinculadas a nuestro trabajo, a realidades sociales y en aquella zona, a la ecología.

El ámbito escolar que me asignaron, una especie de triángulo isósceles, con el vértice más agudo en la capital, que se abría en ángulo hacia el límite provincial con Sevilla, entre la costa mediterránea y el eje de la carretera entre las dos capitales

El ámbito escolar que me asignaron, una especie de triángulo isósceles, con el vértice más agudo en la capital, que se abría en ángulo hacia el límite provincial con Sevilla, entre la costa mediterránea y el eje de la carretera entre las dos capitales; atravesaba la zona de El Condado y sus alrededores: varios pueblos llevaban con orgullo su histórica pertenencia, como La Palma, mientras que otros, más celosos de su independencia, como Bollullos, se molestaban si se les apellidaba “del Condado” y puntualizaban que su nombre era “Bollullos Par del Condado”, admitiendo la proximidad, aunque no la pertenencia, como en Palos de la Frontera se apresuraban a rechazar el error de llamarlo “Palos de Moguer”.

Aunque, historias aparte, por encima de diferencias y divergencias había un potente común denominador: alocadas repoblaciones forestales habían cubierto aquellas tierras de abundantes bosques de pinos y eucaliptos. Se cotizaba la celulosa, el papel, y el pestilente olor que despedía la factoría de San Juan del Puerto, enviaba a los vientos la actividad que nacía en los peligrosos bosques aquellas tierras. El Gobierno alentó aquella suicida proliferación de árboles de fácil combustión y muy rápido crecimiento.

Esa especie de monocultivo era uno de los remas más comentados y contestados, en una época en la que no abundaban las contestaciones, ni siquiera en contaminaciones más rápidas y visibles de las que Huelva padecía; pero hace unos días, tras el tremendo incendio sufrido por parecidas especies arbóreas en tierras lusas, recordé las razonables preocupaciones ecológicas de aquellos amigos de Huelva, y temí lo peor mara las tierras a las que aprendí a amar hace más de medio siglo. A los pocos días mis recuerdos fueron, también, ardientes, aunque sigan muy vivos.

Carmen de Burgos, “Colombine”, en unas crónicas de viajes, “Peregrinaciones”, hace referencia a las similitudes entre Portugal y España… y sus historias: hoy las incrementaría con las analogías de las dictaduras de ambas naciones, su protección a un capitalismo feudal… y las consecuencias de sus políticas, que aún purgamos.

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