03 octubre 2023
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Como llovido del cielo

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“La lluvia es uno de los signos más hermosos de lo que significa el Espíritu de Dios para nuestra vida y nuestra fe”. Imagen de lluvia en Ciudad Real / Elena Rosa
Manuel Pérez Tendero / CIUDAD REAL
En la tierra manchega desde la que escribo llevaba mucho tiempo sin llover; por fin, hemos recibido el regalo de unos días cargados de agua venida del cielo. Coinciden estos días con la festividad de Pentecostés. La lluvia es uno de los signos más hermosos de lo que significa el Espíritu de Dios para nuestra vida y nuestra fe.

Lo es, en primer lugar, porque llega como regalo del cielo que nosotros no podemos provocar: aprendemos a pedir con fe y a esperar con paciencia la llegada del don.

La fiesta judía de Pentecostés celebra el acontecimiento del Sinaí, en tiempos de Moisés: en la montaña sagrada, al hacer alianza con su pueblo elegido, Dios le regala al pueblo el más hermoso don, la Torah, la ley, las normas para poder acertar en los caminos de la vida.

Cuando la Iglesia está naciendo, en plena fiesta judía del don de la Ley, el Espíritu de Dios desciende sobre este nuevo pueblo universal que Jesucristo ha constituido. El Espíritu es al cristianismo lo que la Ley al judaísmo: el mejor don, el regalo por antonomasia que el mismo Dios nos ha concedido. «Don en tus dones espléndido» rezamos en la secuencia de Pentecostés.

Existe una relación entre ambos regalos: gracias al Espíritu podemos cumplir la ley definitiva que Dios nos ha regalado en Jesucristo; sin Espíritu, la voluntad se siente incapaz para vivir los caminos de Dios, le faltan las fuerzas y la perseverancia para ello.

Este es el segundo parecido que la lluvia tiene con el Espíritu: baja del cielo y todo lo fecunda. Sin lluvia, la tierra se queda yerma, sin fruto y sin belleza. El trabajo del hombre no es suficiente para que los campos produzcan frutos. Desde el relato de la creación (Gn 2), comprendemos que el jardín de este mundo es fruto del trabajo del hombre y del regalo de Dios que llega con la lluvia.

De la misma manera, cuando falta el Espíritu, nuestra fe queda sin frutos, las dificultades nos desbordan, queda reseco nuestro propio espíritu y la vida pierde su belleza.

¿No será un signo de lo que está viviendo nuestra Iglesia la sequía que están sufriendo nuestros campos? Nos afanamos por inventar nuevos métodos, no dejamos de multiplicar las iniciativas pastorales, trabajamos y trabajamos, nos quedamos sin tiempo… y no acabamos de dar fruto. ¿No será que falta la lluvia, que no hemos recibido el Espíritu?

Puede suceder que demos por supuesta su presencia y su acción; nos preocupan solo nuestro trabajo y nuestros éxitos: ¿no deberíamos explicitar la necesidad del Espíritu de Dios para nuestra fe y nuestra pastoral? ¿No querrá Dios despertar, con tanta sequía, nuestra necesidad de contar con la gracia, de pedirla, de vivir de ella?

Como nos dice el papa Francisco, habría que estudiar bien lo que significan el pelagianismo y el semi-pelagianismo: no se trata de cuestiones abstractas o problemas del pasado, sino de una tentación siempre presente en la Iglesia, más aún cuando vivimos una época en la que creemos que todo lo podemos conseguir con nuestra técnica y nuestros esfuerzos.

Lo más importante no hay que darlo por supuesto.

Una tercera similitud entre la lluvia y el Espíritu, como les gusta comentar a los Santos Padres, es que el agua, sin cambiar en nada, produce frutos diferentes según el elemento que la reciba: cebada, manzanas, hojas llenas de verdor… De la misma manera, el Espíritu de Dios, sin cambiar en nada, produce diferentes carismas y servicios en las personas, en una diferencia preciosa que construye la comunidad. El Espíritu es unidad en la diversidad, sin envidias, con amor.

Es Pentecostés y llueve en nuestros campos: ojalá que también llueva Espíritu en nuestra fe y en nuestras propuestas pastorales.

 

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