El exceso de vigilancia y control es uno de los indicios más evidentes que delatan al Estado superprotector y pro-totalitario, esa monstruosa entelequia que, al igual que el Argos mitológico, posee innumerables ojos ante cuya mirada indiscreta resulta imposible escapar. Unos ojos que, sin embargo, sufren de una curiosa miopía selectiva, de manera que parecen adiestrados para ver tan sólo aquella parte de la realidad que les interesa.
Que vivimos rodeados de cámaras que continuamente nos acechan, como en la inolvidable fábula orwelliana, es hoy por hoy una evidencia tan incontestable, que no hay más que mirar a nuestro alrededor para comprobarlo. Sus pupilas incansables nos observan en las tiendas, en los bancos, en los supermercados, incluso en las carreteras… Que ello redunde en beneficio de nuestra propia seguridad, o que suponga un atentado contra nuestra intimidad, es una cuestión en la que no vamos a entrar ahora. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que la presencia y utilidad de esas cámaras es, en unos casos, meramente disuasoria; mientras que en otros (como sucede con las instaladas por la DGT) constituyen una herramienta, tan eficaz como ruin, al servicio del fisco.
Los radares fijos (y convenientemente señalizados) de nuestras carreteras se han convertido en el mejor ejemplo de esa misión disuasoria que poseen las cámaras, aunque también son la mejor expresión del síndrome de Argos al que nos encontramos sometidos. Ellos son la encarnación perfecta del centinela que nos vigila y amenaza con su flash impasible; ellos los solitarios Polifemos de la ruta, que desde las atalayas de sus cunetas se encargan de que el rebaño automovilístico no se desmande. Ellos son el silbido de advertencia que, cada pocos kilómetros, nos recuerda que las fauces insaciables del gran perro fiscal están dispuestas a saltar carroñeramente sobre nosotros.
Pero son los otros radares, los móviles (ya sean aéreos o terrestres), los más inquietantes, porque es en ellos donde se confirma la finalidad vorazmente recaudatoria para la que han sido instalados. Y no podía ser sino la Guardia Civil, ese cuerpo tan siniestramente enquistado en el inconsciente colectivo de los españoles, la herramienta más adecuada para encargarse de tal privilegio. Solo un cuerpo tan avezado como el de la Guardia Civil podía dedicarse con tanto empeño a tender trampas y emboscadas a los incautos conductores. Parapetados en sus coches, estratégicamente atrincherados tras los setos, o alevosamente agazapados en los cruces y en las travesías, han aprendido a la perfección las técnicas del camuflaje y se limitan a estar ahí, al acecho, esperando a sus presas. Un oficio para el que no necesitan más virtud que la de la paciencia, que es la que caracteriza a los más crueles depredadores. Y ahí permanecen, apostados como alimañas hambrientas, a la espera de que se dispare el flash que más tarde, con admirable puntualidad, llegará a nuestros buzones en forma de denuncia.
Seguridad de los pueblos
La sufrida Benemérita, desde su fundación en tiempos de Carlos III, nació para velar por la seguridad de los pueblos y de los caminos, pero con el paso de los años va camino de convertirse en el brazo armado del fisco. Han cambiado el tricornio y los correajes de charol por el casco de motorista y por las bizarras botas de montar, pero en vez de mantener su rol protector han derivado hacia un estatus siniestro que los relega a elaborar atestados y a perseguir con saña toda clase de infracciones. El verde arqueológico de sus uniformes no es ya el de los ángeles custodios, sino más bien el de los ángeles exterminadores. No suelen estar ahí cuando se les necesita, pero tienen el don de la oportunidad y siempre aparecen cuando menos sería deseable.
Han evolucionado con el tiempo y ya no disparan con fusil y metralleta, sino con flashes y cámaras de altísima definición que dejan al descubierto la matrícula y las vergüenzas de los automovilistas. Ya no persiguen a los gitanos (“Ay, Federico García…”) o a otros colectivos más o menos marginales, sino a la desvalida clase media, que a golpes de radar ve cada día más estrujadas sus maltrechas carteras. En otro tiempo fueron la salvaguarda de los caminos y hoy son la amenaza de las rotondas, el terror de las carreteras secundarias y el ogro sigiloso de las autovías. Sus uniformes han evolucionado poco, pero sus armas se han modernizado al ritmo de los nuevos tiempos, y la boquilla de un alcoholímetro o el flash de una simple cámara les bastan para disparar no al corazón, sino a la cuenta bancaria de los contribuyentes.
A pesar de las campañas publicitarias con las que continuamente se nos bombardea, y que muy poco tienen que ver con la educación vial sino más bien con la intimidación y la amenaza, a la DGT y al ministerio del ramo les importan bien poco los heridos o los muertos en accidentes de carretera. Si ese interés fuera real, reinvertirían lo recaudado en la eliminación de puntos negros y en la mejora de la señalización o de las redes viales, en lugar de invertirlo en patéticas e inútiles campañas propagandísticas, que sólo contribuyen a purgar su mala conciencia recaudatoria.
En vista de su eficacia, el brazo armado del fisco se ha extendido también por las ciudades, donde campan a sus anchas las aguerridas patrullas de la policía municipal, mucho menos atentas a los disturbios callejeros que a los despistes de los automovilistas. Es distinto su uniforme y son diferentes las aguas por donde despliegan sus trasmallos, aunque sus afanes y sus taimados objetivos son exactamente los mismos: saquear los bolsillos de los conductores. Pero como esa voracidad recaudadora de las instituciones no conoce límites, han proliferado en los últimos tiempos las cohortes de vigilantes que, en una tarea laboriosa y vampirizadora, merodean como sanguijuelas en torno a los parquímetros dispuestos a clavar su doloroso aguijón sobre nosotros. Entre unos y otros, han convertido el simple hecho de circular, ya sea por el interior de las ciudades o fuera de ellas, en una cara y peligrosa aventura de la que cada vez es más difícil resultar indemne.
Mientras algunos, amparados en la inmunidad de su poder o de sus privilegios, defraudan ingentes cantidades a Hacienda, las arcas municipales y las del Estado, gracias a su uniformada legión de leales alcabaleros, van manteniéndose a base de multas, tal vez para compensar las pérdidas provocadas por los defraudadores. Lo que por un lado se pierde, por otro intenta recuperarse a golpes de flash, y así se consigue un precario equilibrio cuya columna vertebral es, como siempre, la de los más débiles. Es un ejemplo (uno más entre todos los posibles) de cómo el sistema está perversamente diseñado para sostenerse, con funámbula gallardía, sobre su soporte más vulnerable.
Los mil ojos de Argos, es decir, del fisco, nos observan. Vivimos en un permanente estado de vigilancia y control, y no conviene que la foto nos pille desprevenidos. Por eso no nos vendría mal recordar aquel proverbio popular donde Machado advertía sabiamente:
“El ojo que ves, no es
ojo porque tú lo veas:
Es ojo porque te ve”.