Aunque vamos teniendo, por desgracia, demasiada experiencia en convocatorias electorales, no se suele hablar mucho de un extraño síndrome que podríamos llamar “post-electoral”, que es muy propio de los líderes políticos y que consiste en no reconocer jamás una derrota. Sean del signo que fueren, todos los candidatos están muy bien entrenados para lucir siempre su mejor sonrisa y proclamar ante su auditorio que los resultados obtenidos son siempre buenos o positivos. Como obnubilados por los efectos de no se sabe qué hormona euforizante, no hay candidato capaz de reconocer un fracaso, demostrando con ello no sólo una alarmante falta de autocrítica, sino también la falta del más elemental sentido de la realidad. Dos carencias que, entre muchas otras, forman parte del ADN de la clase política.
Tal vez con ese mismo síndrome, por las dos últimas carencias citadas, se relaciona otro no menos inquietante y que aún no ha recibido un nombre clínico satisfactorio: se trata del síndrome que proviene de un excesivo apego al sillón de mando, o dicho de otra manera, de una desmedida y casi patológica propensión al cargo. Podría denominarse “efecto ventosa”, pues al fin y al cabo los afectados se sienten incapaces de alejar sus posaderas de ese sillón –por definición siempre transitorio- para el que con méritos o sin méritos han sido azarosamente elegidos. Una vez aposentados en su poltrona, el síndrome se manifiesta en ellos con tal virulencia, que desarrollan un devastador sentimiento de posesión, un sentimiento que les lleva a considerar su puesto no sólo como algo propio sino además intransferible, es decir, como una suerte de propiedad vitalicia.
Ya sean presidentes de Federaciones (la de Fútbol es el más bochornoso ejemplo) o de Comunidades Autónomas (que cada palo aguante la vela autonómica que le corresponda), ya sean delegados o vicesecretarios de algo, ya sean diputados o consejeros, modestos ediles o simples directores de instituto, todos tienen en común su capacidad para adherirse con poderosos tentáculos a los puestos de mando y, una vez encaramados allí, quizá víctimas de ese narcótico que -según dicen- proporciona el poder, se aferran a él con tenacidad de garrapatas, como si se tratara de una posesión inalienable. Y lo peor de ese narcótico es que posee, al parecer, unas propiedades altamente adictivas.
Tal vez por ello –o por los innumerables privilegios que del poder se derivan- los afectados por este síndrome son incapaces de dimitir aunque hayan sido sorprendidos en flagrante delito, lo cual supone un caso muy extremo y vergonzante en la manifestación de tan curiosa patología. La palabra dimisión no está registrada en su diccionario de uso, y ni siquiera se sonrojan por permanecer en sus cargos aunque el sentido común, la dignidad o la decencia aconsejen la retirada. Al contrario, con tal de perdurar en sus cómodos sillones, si es preciso defenderán su puesto con uñas y dientes, con artes torticeras y con tenacidad de parásitos.
Pero más allá de la renuncia forzada por razones delictivas, debería existir alguna ley (o al menos un código ético) que obligue a renovar todos los cargos públicos una vez transcurrido un tiempo razonable, que suele establecerse, sensatamente, en un periodo de dos legislaturas, e decir, ocho años. Y ello debería ser así porque al poder, si se perpetúa, suelen crecerle raíces nocivas y ramificaciones tóxicas que acaban inevitablemente pudriéndose. La línea que separa el uso y el abuso del poder es demasiado sutil, y cuanto mayor es el tiempo que dure su ejercicio, más borrosa se vuelve esa línea, de manera que, en un proceso de degradación natural, acaba derivando en la molicie, en el clientelismo, en el tráfico de influencias, en la prevaricación y en toda suerte de oscuras corruptelas.
Pero más allá de la renuncia forzada por razones delictivas, debería existir alguna ley (o al menos un código ético) que obligue a renovar todos los cargos públicos una vez transcurrido un tiempo razonable, que suele establecerse, sensatamente, en un periodo de dos legislaturas, e decir, ocho años. Y ello debería ser así porque al poder, si se perpetúa, suelen crecerle raíces nocivas y ramificaciones tóxicas que acaban inevitablemente pudriéndose. La línea que separa el uso y el abuso del poder es demasiado sutil, y cuanto mayor es el tiempo que dure su ejercicio, más borrosa se vuelve esa línea, de manera que, en un proceso de degradación natural, acaba derivando en la molicie, en el clientelismo, en el tráfico de influencias, en la prevaricación y en toda suerte de oscuras corruptelas.
La renovación de los cargos públicos es oxigenadora y es, además, un indicador de buena salud democrática. Agua que no fluye se estanca, y al estancarse se corrompe, por eso el agua de los estanques es turbia y acumula demasiado limo en sus cenagosas profundidades. Quizá por ahí, y a todos los niveles de la administración, es por donde debería comenzar la necesaria tarea regeneradora que todas las instituciones de este país necesitan.
Renovarse o morir: nunca una frase lapidaria fue tan oportuna y, al mismo tiempo, tan sabia y verdadera.