Más barato que las entradas del cine era la audición de algunos programas de radio, en unos años en que los modelos de aparatos receptores se movían con una magnificencia significativa de chapados de maderas, piezas de baquelita y pocos plásticos todavía y un dial sorprendente y luminoso que viajaba en un movimiento circular de la mano de radio Luxemburgo a la BBC 1 para terminar, si se quería, en radio Vaticano o en Radio Andorra, emisora del Principado de Andorra. Frente a los modelos de algunos bares modestos de humo y vinazo, ocultos por una funda de cretona con cortinillas, emergían los primeros pick-ups con giradiscos en la parte superior sólo para discos de 45 revoluciones por minuto, que llamaban ostentosamente estandar-play. Casas como Philips, Optimus, Invicta o Iberia nos proponían formas de descubrir en el microsurco o tocadiscos la música de mis padres en la voz doblemente argentina de Elder Barber o en los compases de Glenn Miller o en la socorrida orquesta de Mantovani –engolado y con corbata de lazo–, también mucha música de películas que nos permitía oír aquello que no veíamos.
Para nosotros quedaban los discos mexicanos de Enrique Guzmán y sus “Cien kilos de barro” que se nos antojan pocos para la pareja fundacional del género humano Adán y Eva; de los encanijados Surfs y sus voces metálicas y divididas en escalas sonoras o de los Llopis, capaces de introducir desde México las primeras estructuras musicales de Estados Unidos con sabor a lo que todavía no se llamaba ni pop ni rock. ¡Ay el rock! que hizo escribir a alguna pluma ilustre “Algo falla en el planeta tierra: la locura del rock and roll”; también en 1964 “Psicosis de tontuna colectiva: 200.000 personas reciben a los escarabajos en Australia y producen 20 heridos”. La obsesión por cargarse a los Beatles –fueron tildados de viejos en 1965 y anunciaron el fin de la beatlemanía al año siguiente–, fue paralela con la manía de cargarse a Françoise Sagan –no se puede vivir peligrosamente, escribió San Martín tras su accidente de coche–, a Baroja y Pasolini. La Sagan, cuyo “Bonjour tristese” deslumbró y excitó la curiosidad de muchos; Baroja porque era básicamente un anticlerical y Pasolini por su sorpresivo “Evangelio según San Mateo” que desató una tormenta en un vaso de agua, con escritos de Echenique, San Martín y Juan Ignacio Morales. Los tres citados, eran un tridente de lo sospechoso; al que se unía ahora estos chicos peludos denominados, despectivamente, Escarabajos. Mientras tanto Telefunken sacó su línea musical de aparatos con nombres serios como Wagner, Concierto, Allegretto o Viola, incluso Orquesta; aparatos más propios para audiciones cultas de Berlioz o de Strauss, o si no se podía con tanto con ese clamor de zarzuelas perpetuas. El más pequeño de ellos se llamaba Guateque para significar esas reuniones domésticas –vigiladas y consentidas de medias noches, aceitunas Machaca Moya y refrescos Orangina del doctor Trigo– donde los adolescentes de bien o de buenas familias, se miraban lánguidamente, mientras alguien desgranaba una canción por las esquinas de la sala.
Los guateques eran la salida convencional y pactada (¿…?) a la ausencia de Salas de juventud o Discotecas, que luego también se llamaron Boîtes. Todas esas faltas y omisiones se suplían con guateques y con bailes castos en salones parroquiales, bajo la atenta mirada sorpresiva de curas camuflados ya con jerséis y sin alzacuellos que querían pasar por uno de nosotros, por uno de los nuestros, para influirnos con sus ideas absurdas sobre el sexto mandamiento; mientras que Françoise Hardy sorprendida, destilaba toda la melancolía del mundo en un relato incomprensible de chicos y chicas que se daban la mano; o Adamo insistía en poner sus manos en las cinturas débiles de aquellas criaturas de ojos de agua y miedo . Más allá de todo ello, esos guateques eran un pretexto para abrazar a las chicas y descubrir los principios de una anatomía casi desconocida (¿verdad Toñete?), porque ni playas ni piscinas ni revistas ilustradas autorizadas, dejaban ver casi nada entre los tobillos y los hombros. Un tremendo espacio vacío, aquel en que Marilyn Monroe decía haber puesto el sexo: entre las piernas de Marlene Dietrich y los pechos de las maggioratas italianas del cine neorrealista.
Hoy todavía y hablando de neorrealismo, me resulta inexplicable que en abril de 1961 se organizara un Cine Forum sobre Rosellini; casi días después de que el canónigo catedralicio Julio García Campo nos advirtiera de que Jesucristo seguía sangrando de forma inexplicable, como si fuera un manantial inagotable o un venero salutífero. Don Julio, como le decían en casa, mitad gallego mitad castellano viejo, me había dado la comunión –junto a mi hermana Prado– en el Colegio de San José y aún puedo recordar una foto de los dos hermanos en la calle de Calatrava vestidos para la ocasión como una princesa y un príncipe, custodiados por el buen pastor de Zamora con teja y capa y mirada escrutadora hacia el fotógrafo que nos obligaba a esa breve inmortalidad del llamado día más feliz de mi vida.
Para ver lo que Marilyn anunciaba, hubo que esperar algo más, mucho más en la gran mayoría de los casos, pero en todo caso ya se veía en las puertas de 1961 ese anuncio fabuloso de Telefunken que nos advertía del nacimiento, sin saberlo, de una nueva época presidida por un extraño electrodoméstico que llegaría muy lejos, o llamado a llegar muy lejos. Tan lejos como proponía Marconi al publicitar a su modelo de televisión Florencia: “El modelo Florencia incorpora el arte imperecedero del Renacimiento”. Qué barbaridad, qué tendría que ver una cosa con otra.
En agosto de 1962 nos sorprenderíamos con la muerte de Marilyn asolada por los barbitúricos. “El día que murió Marilyn” fue, años más tarde, el título de la novela de Terenci Moix que reflejaba el nacimiento de una suerte de madurez dentro de ese marasmo de un década conocida como prodigiosa. Días después de la muerte de Marilyn, murió en Tomelloso un pintor local, Francisco Carretero, quien me daría muchos años más tarde, el pretexto para cerrar un estudio de mi primer libro, en ese año de 1962.
Frente a los programas de Raúl Matas, frente a las Cabalgatas Fin de Semana, las múltiples voces de José Iglesias “El Zorro”, “Matilde, Perico y Periquín” ya había recambio en forma de “Bonanza” o de “Perry Mason”, que aún veíamos absortos en los primeros sesenta como una extraña magia del entretenimiento. Telefunken se presentaba como el precursor de las 17 pulgadas de pantalla por 17.500 pesetas. “Usted también se lo merece. La mayor compensación a su esfuerzo diario es sin duda una amable y cómoda distracción. Su televisor Telefunken será para usted el merecido ambiente al regresar al hogar. No renuncie a esta felicidad en zapatillas que sólo un buen televisor puede proporcionarle”.
Otros recreos se verificaban en los salones Recreativos, que a fin de cuentas no eran más que espacios acorazados al aburrimiento merced a la disposición de futbolines con jugadores de madera ensartados en barras de acero siguiendo un férrea estrategia de 3-4-3 y las verdes mesas de billar tapizadas de una extraña melancolía de prados satinados. Aún tardarían las primeras máquinas recreativas o flippers con múltiples luces, bolas de acero, contador de puntos y una batería de ruidos mecánicos y disparatados. Salones masculinos, como si ocultaran una latente homosexualidad o una aversión a las chicas o una timidez descomunal a las faldas y a las sabrinas y a las rebecas; salones absurdos con ese aire carcelario de internado permisivo con los cigarrillos y con algunos chascarrillos abruptos, pero donde estaban canceladas las relaciones de sexos contrarios. Recreativos Vidal en Imperio inaugurados en 1961 igual que los Billares Sevilla, los futbolines de Arenas frente a San Pedro, los de los jesuitas que regentaba un tal Molowny –no se porque tal apodo y siempre peinado perfecto como el jugador canario del Real Madrid, llamado “El Mangas”– y el Hogar Cisne, abierto por el Frente de Juventudes en la calle Alarcos y así llamado por la imagen del cisne del escudo del Frente de Juventudes. El Hogar Cisne imitaba en la decoración esos principios del falangismo femenino que eran evidentes en los salones del Círculo Medina, para las chicas de la Sección Femenina: muebles mediterráneos, maderas naturales, estanterías de fábrica y un aire de verano perpetuo en una playa imposible. Que serían a las que luego nos trasladaríamos en los campamentos de verano, con algunos amigos y con compañeros de colegio como Kirico, Carlos Ruiz, Paco Ayuga, Alfonso Caballero, Carmelo Barba y su hermano Luis Miguel, o los hermanos López Camarena. Campamentos que eran publicitados como “Disciplina y descanso. Buen clima. Alimentación sana. Amor a España. Todo eso encontrará su hijo en los campamentos del Frente de Juventudes”; claro que al mismo tiempo se nos informaba que en el año 2000 sólo llovería por las noches, consecuencia de que el clima sería, prodigiosamente, por encargo. ¿Por encargo de quién? Por encargo de ese mismo ser supremo, supimos que un poco más tarde, en el año 2500 (¿pero a quien interesaría en 1958 lo que pasaría quinientos cuarenta y dos años después?) sólo habría una raza humana, ya que todos los hombres tendrían el mismo color de piel.
Eran años presididos por la predicciones del futuro; como si todo estuviera encaminado al mañana y nada o casi nada al presente. Hay dos textos cercanos a la efemérides anual del 18 de julio que hablan por sí solos. “Los ingresos de los españoles tendrán el nivel de un país desarrollado. No habrá peones ni braceros, porque la Formación Profesional les capacita para ser especialistas” decía José García de Fernando en 1965. Igual que Waldo de Mier –que extraño seudónimo, para unas épocas tan nacionales– establecía un futuro prodigioso en tan sólo cinco años. “No habrá problema de la vivienda, ni demora telefónica, ni trenes de 3ª, ni carbonilla. No habrá carreteras en mal estado. Los españoles serán más altos y el campo estará electrificado”. Todo ello, todo ese universo de salones herméticos con murales idílicos de un suave amanecer en la montaña, hablaba del proselitismo ideológico de acampadas otoñales de la OJE y de la manera de ir engrasándose en ese universo que competía con el más católico de los Boys Scouts, que oponían el misterio de Baden Powell a los luceros de José Antonio. Siempre existió una extraña rivalidad no confesada ni declarada entre unos y otros; la órbita del poder político prefería a la OJE, y la órbita del poder religioso optaba por ese movimiento del escoutismo católico con sombrero canadiense. Ese conflicto latente y oculto prolongaba el que había existido en la sociedad española en los últimos años, según pude saber años más tarde entre azules y tecnócratas u opusdeístas. Otra veta formativa de los padres marianistas eran las congregaciones marianas –más aburridas aún que el espíritu castrense de esa milicia juvenil de atolondrados adolescentes– con olor perpetuo a cera derretida y textos piadosos traducidos del francés de Michel Quoist. Más allá de estas lecturas divididas entre la piedad y la Patria, te dejaban pocas opciones para el reconocimiento del territorio de la escritura. ¿Cuándo se abandona la visión plana de las “Hazañas bélicas” y se comienza el tránsito por la letra impresa?, ¿movido por quien y por qué? No por aquellos que nos uniformaban y nos hablaban de cualquiera de los más allá de luceros prendidos o de adolescentes virginales.
La biblioteca del colegio era reducida y orientada más al préstamo de los internos que al uso de los externos, por lo que la lectura estaba limitada. A veces nos leían en clase cosas extrañísimas, como ocurría en 1964 con el testimonio del padre Emaldi. Un misionero italiano que se había cortado la lengua en la China comunista y que había escrito un libro de memorias sobre su experiencia horrible de mutilación. Con aquel espíritu de lengua mutilada, sangre en China y secuelas de piedad a cualquiera le quitaban las ganas de asomarse a un libro. Aún recuerdo, de aquella biblioteca, algún policiaco insignificante como “Crimen a cinco columnas” y otras piezas de Van Dine y su extraño detective; un Cela prematuro con “El gallego y su cuadrilla” y la extraña fortaleza de los escritores franceses católicos como el citado Quoist, Gilbert Cesbron con sus “Perros perdidos sin collar” o Bernanos. Los otros libros, ya de casa, que aún memorizo son sobre todo de aventuras en aquel formato celebrado de Bruguera llamado colección Historias. Allí podías relacionarte siempre con Stevenson y “La isla del tesoro”; con Walter Scott, con Dick Turpin; con muchas propuestas de Verne que leía fascinado entre Nemo y Phileas Fogg; también Conan Doyle y Emilio Salgari. Y Guillermo Brown. Eran libros parcialmente ilustrados que verificaban el tránsito del comic y del tebeo a la literatura, con algunas imágenes más que deficientes. De los libros de mi padre aún recuerdo sobre todo “Las cuatro plumas” y “Una temporada en el Tibet”. También acaparo la memoria de unas ediciones ilustradas espléndidamente, de la casa Sopena de “El Quijote” y “Las mil y una noches”. El texto de Cervantes aparecía con una colección de ilustraciones canónicas de Carlos Vázquez, incluso con fotos propias del pintor; mientras que “Las mil y una noches” presentaba un verismo ilustrativo que llegaba a las puertas del erotismo explorado años más tarde por Pasolini en su versión cinematográfica del libro. Para mí, las primeras incursiones por el texto anónimo, estuvieron más presididas por la turbidez del serrallo, el olor del mirto y la albahaca y la sensualidad de las odaliscas, que por la estructura de una ficción dentro de otra ficción; o si se quiere de un cuento dentro de otro cuento. Igual me ocurrió años más tarde con unas ilustraciones magníficas de Lorenzo Goñi para una antología de “La Picaresca Española” prologada por Julian Marías, con “El Lazarillo”, “El diablo cojuelo” o “El Buscón”. Los dibujos de Goñi -que dibujaba e ilustraba en el ABC extrañas imágenes surrealistas- estaban recorridos por una tremenda sensualidad de desnudos alocados de novicias, de pechos alborozados de adúlteras y de un erotismo preciso; haciendo ver toda la relación no explicitada de esos pícaros con la carne. Eran formas personales y privadas del ocio frente a esas desgarbadas, pero necesarias de billares y futbolines.
Locales impíos de luces fluorescentes aplastadas y recorridos por una sensación de abandono o de precipicio en donde se vertía una música infame y un humo incipiente de fumadores de ocasión.
El baile o los bailes, con orquesta u orquestina que ejecutaban bailables, estaban acotados y hasta prohibidos por el Obispado de don Juan Hervás, que entendía y advertía del peligro que se corría en tales ocasiones. La proximidad de la carne mataba tantas cosas, que prosperó aquello de “Sed alegres divertíos, pero no pequéis”, que era la proclama episcopal de labios del Rector del Seminario don Isaac Zudaire. No en balde se publicitó con abundancia, unas apócrifas declaraciones de un universitario japonés al diario Mainichi en las que advertía que “los vestidos veraniegos de las mujeres son más peligrosos que la bomba atómica. Esta puede destruir el cuerpo, pero no las almas”; que obviamente si serían destruidas por esos vestidos de telas vaporosas y transparentes que dejaban entrever las honduras del cuerpo y los pliegues del alma. Y allí en el pecado avizor entraban salones de baile, circos y teatros chinos, temibles antros de perdición. Más perdición aún que las películas con un 4 a sus espaldas.