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Fantasmas de mi infancia

Fantasmas de mi infancia
Laura Espinar
Bajo este título, “Fantasmas de mi infancia”, Ángela Reyes agrupa una serie de treinta poemas que integran el último y más reciente de sus libros, que acaba de poner en librerías el sello editorial de Huerga y Fierro

Bajo este título, “Fantasmas de mi infancia”, Ángela Reyes agrupa una serie de treinta poemas que integran el último y más reciente de sus libros, que acaba de poner en librerías el sello editorial de Huerga y Fierro. Ángela, gaditana, de Jimena de la Frontera, reside en Madrid desde finales de la década de los sesenta, donde palabra a palabra, verso a verso, ha logrado para su obra un cimentado y bien ganado prestigio. Aunque aborda casi todos los géneros de la literatura, se la considera principalmente poeta. Doce libros de versos lo atestiguan, sin que por ello haya que olvidar en su haber la publicación de cinco novelas y dos volúmenes de cuentos.
Aun cuando resulte obvio que todo autor y autora escribe sobre sus propias vivencias, de algo cercano o parte de cuanto mueve y se mueve en su ambiente, Ángela, imaginativa en los temas para casi todas sus creaciones anteriores, en este volumen baña su verso en “una nostalgia positiva”, ciñéndose a recuerdos de la infancia, todos ellos envueltos por una niebla lírica o iluminados por la luz de su “amplia familia andaluza: gaditanos, jienenses y granadinos”. Un mosaico feliz y contrito, que se refleja en la belleza y el acierto de las palabras
Por edad, la autora, no vivió la contienda civil española, pero si fue una niña de postguerra. Y estos son los fantasmas que hacen posible el excelente poemario, excelente y optimista a pesar de su sincera confesión: “al menos en mi familia hubo heridas en los dos bandos”, como nos dirá en las “palabras previas”, escritas por ella misma, antes aún de entrar en las columnas del verso. Palabras que asegura son “gratos recuerdos”. Y nos lo dice mientras está pensando en la familia, su familia, “en su gran mayoría mujeres de luto que olían a jabón ´Heno de Pravia´, viudas matriarcas llenas de hijos, con la crucecita colgada al cuello y el cabello muy recogido con un moño” /…./ “Las matriarcas de mi familia, viudas o no, valieron por todo un regimiento de infantería”, redundará.
Pero entremos en su poesía, en ese quiñón que principalmente Ángela cultiva, y que es donde sus lindes amplían posesiones. Esta poesía que se desarrolla dentro de un vocabulario culto y sencillo (“Era hermosa la dama / de la capa de niebla. / Llevaba entre sus brazos un sagrario vacío / con las mismas hechuras y con la misma luz / del hombre que buscaba”), un lenguaje que desde el primer poema ubica al lector en una calle por la que transita un melero de la Alcarria, alguien que “nos jura que su miel es más pura que el agua del aljibe, / más dulce que la joven que en el patio se baña”. Dulzura y belleza que nos ponen camino del amor y la pureza; sendero que nos conduce a “una casa partida en dos por un pasillo largo”, en la que, casi seguro, el lector puede pensar en el machadiano realismo metafórico de aquellas dos españas, aquella España, por fortuna lejana, en la que familias hubo con heridas de ambos bandos, como la poeta nos recuerda en su “pequeño prólogo”. Menos mal que, para ella y para un gran número de los españoles y españolas que vinieron detrás, esto se ha convertido o comienzan a ser “gratos recuerdos”. Hoy son páginas escritas como fantasmas de la infancia. Madre, “olvídate del día que saliste / a echar migas de pan a las palomas”, /…. / “Hoy todo está muy quieto y en su sitio”, afirma en un poema, y casi nos confirma en todo el poemario. Incluso cuando no falten interrogantes, que son afirmaciones: “Cuantas preguntas y Dios siempre callado, / tocando un arpa tan distante / que apenas se la oye”. Es el repetido poder y ubicuidad del dios que nunca hemos visto ni jamás veremos.
Con un verso libre, totalmente acertado en su métrica y pleno de musicalidad, Ángela nos habla sin rencor de cuanto poetiza en la entrega, asegurándonos que ante la hipotética crecida del agua, en una de aquellas “barcas del dolor”, y sin olvidar que “por uno de esos puentes se fue padre”, aún por su calle “y por la puerta pasa el hombre de la miel /con todas las abejas prendidas en su voz”. Es la miel que mantiene su ternura, la dulzura del amor en su comprensión más amplia, algo capaz de mantenerse en la palabra, en la imagen y la metáfora que se apoya en la columna del verso, incluso cuando “tanto abismo / golpea el corazón y lo deshoja”.   

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