Ana Moyano
“Dedicado a los niños que no
quisimos dejar nacer porque
somos reyes del egoismo y
convertimos la maldad en
derechos incomprensibles”.
Un día cualquiera, de un año cualquiera, Dios quiso que mis ojos se abriesen a la vida. Me colocó en un paisaje de luz en el que los niños jugábamos y nos mecíamos en un horizonte que se hacia mar y lavaba nuestros sentimientos. A veces aparecía una montaña, que se asemejaba a una dama con polisón y que servía de sombra a nuestra fantasía. Éramos libres en aquel infinito, que era nuestro cobijo. Las lagartijas eran nuestras amigas y los grillos, los músicos de nuestra infancia en la que aprendimos a jugar entre los ruidos del campo, que eran nuestra sinfonía particular.
La vida me llevó por senderos obligados de subsistencia, pero siempre retornaba al horizonte infinito, que era la finca que atesoré en mi infancia. Allí planté una higuera, que me arropaba del sol y endulzaba mi paladar. Me tumbaba en su sombra mientras veía pasar las nubes, con un rumbo desconocido. Las noches se poblaban de estrellas, que llenaban de luz mis sueños. Me gustaba acostarme en la tierra y contar los luceros. A veces las estrellas jugaban y corrían veloces por el firmamento y yo pedía un deseo. En el patio, el jazmín se hacia olor para que yo pudiese llenar el tarro de mi fantasía. Después dormía feliz en el lecho de besos, que es el colchón de todos los niños.
Un niño/es el mejor regalo/que hace Dios.¿Tiene derecho tu cuerpo /a despreciar lo mejor? Un niño chiquitín/ es carne amorosa/que mi corazón arropa/y protege del mal. (Paucus de A. M.)