Se apagó la voz, pero no su palabra. Quién no conoce en esta provincia a Nicolás del Hierro. Sus ojos cargados de inocencia y melancolía, la sencillez y cercanía fueron algunas de las características que inundaron al hombre, al creador.
Nicolás fue un poeta generoso que no sabía decir un no a una colaboración, a que sus versos estuvieran en una publicación, en un acto, en cualquier recital, con los que dulcificar la vida.
A los pies de la Puerta del Sol, en la madrileña Casa de Castilla-La Mancha, acogió a escritores, poetas y gentes que sentían la necesidad de sacralizar cualquier punto de vista de nuestra tierra en la capital del Reino.
Como un embajador abrió de par en par este espacio de la calle Paz, en los que muchos y muchas reivindicaron la verdad y la realidad de un prisma más universal de La Mancha, mucho más allá de lo cervantino y quijotesco.
La luz que habitó en Nicolás nos ha iluminado durante tantos años. Y ahora que no está reconocemos su grandeza, desde la humildad encajó como un artesano palabra a palabra, verso a verso, poema tras poema hasta edificar una obra sincera, limpia y honesta nacida desde la ensoñación, pero también hecha a pie de tierra.
Buscó el triunfo en la paz, la misma que siempre ofreció y regaló a cuántos se cruzaron en alguna de sus etapas vitales, y dejó como póstumo encargo que su sangre sirviera de riego comprensivo hacia la sensatez y el amor.
Su palabra sin ambages debe ayudarnos a que nos alejemos de miserias y venganzas, en una difícil misión en los tiempos que vivimos, en lo que se sobrevalora lo inmediato a lo sereno y meditado.
Nicolás en las horas doradas de la tarde buscaba la “luz para su humilde consecuencia”, un rayo por mínimo que fuera que le diera un anhelo de esperanza, aunque era consciente y realista que a estas alturas del poema era difícil lograr los reflejos que ansiaba.