A través de un mediador, Moisés, Dios se dirige a todo el pueblo. En un primer momento, son recordados los hechos que acaban de acontecer: Dios ha liberado a Israel de Egipto y lo ha conducido, a través del desierto, a su montaña santa. La meta de la liberación no es el desierto, sino el encuentro con Dios: «Os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí».
Esta es la primera parte de la alianza: la intervención gratuita de Dios que libera al pueblo de su esclavitud. Su amor precede y sostiene la alianza, la iniciativa de Dios hará posible la respuesta del pueblo.
En un segundo momento, Dios le hace una propuesta a este pueblo: obedecerlo y guardar sus mandamientos, su alianza, para pasar a pertenecerle a Dios de forma privilegiada. La elección por parte de Dios es lo primero, pero es necesario un segundo momento de respuesta del pueblo. No existe alianza sin libertad por ambas partes.
La libertad de Dios se manifiesta en su elección, en la liberación previa, en los bienes que ha derramado sobre este grupo humano en medio de otros muchos pueblos. La libertad del pueblo llega ahora, ante la propuesta de Dios. Él nos ha elegido y, ahora, nos toca a nosotros elegirlo a él, decidirnos por establecer con él una alianza única y comprometida.
El contenido de esta alianza, la materia de la respuesta del pueblo está muy clara: los mandamientos de Dios. El contenido de la libertad es la obediencia. Una obediencia no elegida, sin libertad, no sería humana; pero una libertad sin obediencia no tendría contenido.
No se está haciendo una alianza entre dos iguales, sino entre Dios y el hombre; por eso, la relación es libre, pero no simétrica. Ha sido Dios quien ha elegido primero y será él quien haga posible el futuro de este compromiso.
Los mandamientos no son gravosos
Comprendidos de esta manera, los mandamientos no son gravosos, sino un medio para sostener las propias decisiones en el tiempo. El pueblo es libre para elegir obedecer o no a Dios, puede rechazar pertenecer a esta alianza que el Todopoderoso le propone. Las leyes forman parte de un compromiso común, de un pacto, de un amor compartido, de un proyecto entre Dios y su pueblo, de una mutua pertenencia: «Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios».
Ahora comprendemos por qué ha liberado Dios al pueblo: no ha sido solo un acto de ayuda, sino un proceso para forjar un pueblo libre que pudiera responder con libertad al Dios de la alianza.
Moisés convoca a todo el pueblo, con sus ancianos al frente, para comunicar la propuesta de Dios. Es todo el pueblo, con sus instituciones, el que tiene que responder. Nuestras democracias podrían encontrar aquí un referente, tal vez el más antiguo en la historia de la humanidad, de la participación de todos en el destino común del pueblo.
Alianza de libertad y vida
Por unanimidad, el pueblo se compromete con Dios en esta alianza de libertad y vida. Moisés, el mediador, le comunica a Dios la respuesta del pueblo. Más adelante, se darán las normas que ofrecen contenido a la alianza; después, se ratifica esta alianza con un sacrificio y con una experiencia de encuentro con Dios.
Esta estructura fundamental de la alianza se cumple también en la nueva alianza de Jesucristo: cuando nosotros éramos todavía pecadores –nos dice san Pablo–, el Hijo de Dios entregó su vida por nosotros; la gratuidad de la elección está asegurada, ha llegado a su plenitud. Una vez que él ha muerto por todos, nosotros estamos llamados a responder, a comprometer nuestra libertad para vincularnos a este Dios que nos lo ha dado todo.
El cumplimiento de los compromisos cristianos, de la «ley de Cristo», se sitúa en este horizonte de libertad y de amor que nos precede. Nuestro esfuerzo creyente es fruto del amor de Cristo que nos ha salvado y, además, se nos ha propuesto como alianza de libertad.
Ahí seguimos, ratificando la alianza, esforzándonos por responder libres, reconociendo tanto como hemos recibido gratis y que, ahora, vamos compartiendo gratis con los demás.