Pero por si no había suficientes, las avispadas autoridades de turno han decidido crear una sigla nueva. Y lo han decidido aconsejados por su inmensa cohorte de leales expertos y asesores (o asesoras), una cohorte que en muchos casos puede que ni siquiera haya impartido una clase en su vida.
Pues bien, entre unos y otras han decidido no sólo que los programas educativos continúen siendo cada vez más simples y elementales, sino también que los profesores sean menos cicateros en sus calificaciones, que los alumnos obtengan mejores resultados con menos sacrificio, y que de ese modo y como por arte de birlibirloque, sea posible erradicar, de una vez por todas, el fracaso escolar.
Un fracaso que pretende erradicarse por la vía más rápida posible, es decir, no incentivando la motivación o el interés por saber, ni tampoco fomentando el estudio, el esfuerzo o el trabajo, no, que esos son ya valores trasnochados. Se trata, al parecer, de lo contrario, o sea, de que el alumnado crea que no sólo es posible, sino también justo y necesario, alcanzar los objetivos con el mínimo esfuerzo: un mensaje muy distinto a lo que encontrarán después en la vida.
En una extraña paradoja, el esfuerzo de alumnos y profesores continuará siendo inversamente proporcional, pues cuanto menos trabajen los primeros más trabajarán los segundos, ya que cada suspenso se convierte para el profesor en una mayor sobrecarga de tareas. Al igual que existe el concepto jurídico de la presunción de inocencia, es posible que llegue a crearse el concepto docente de la “presunción de aprobado”, según lo cual todo alumno, sea estudioso o no, estará aprobado en principio, salvo que se demuestre lo contrario. Y para demostrar lo contrario habrá que presentar tantos informes o elaborar argumentarios tan exhaustivos, que muchos profesores preferirán razonablemente no complicarse la vida más de lo que ya la tienen.
A todo ello añádase, por parte de los docentes, el esfuerzo de adaptarse a una nomenclatura nueva (tan farragosa e inútil como la anterior) que procede, en muchos casos, de la tortuosa tendencia a la expresión eufemística, tan propia de la política y de la administración; una tendencia que, en muchos casos, consiste en hacer malabarismos para cambiar unas palabras por otras creyendo que al cambiar el lenguaje se cambia la realidad: saberes, en vez de contenidos, descriptores operativos en lugar de objetivos, situaciones de aprendizaje en vez de unidades didácticas, además de competencias clave, competencias específicas y perfiles de salida son algunas de las lindezas verbales a las que los sufridos docentes habrán de ir acostumbrándose.
Deberes para casa
No es eficaz, ni pedagógico, ni misericordioso siquiera, sobrecargar al alumnado con deberes para casa, que ya bastante sobrecargados andan con los móviles y con las redes sociales. Tampoco, salvo caso de excepcionalidad cataclísmica, se les puede obligar a repetir curso con una o dos asignaturas suspensas, porque podrían frustrarse o deprimirse o, peor aún, se podría con ello retrasar “la consolidación de su madurez afectivo-sexual”.
Y por supuesto, como proclama el texto de la ley, “el alumno (o alumna) podrá permanecer en el mismo curso una sola vez”, lo cual, expresado sin eufemismos, significa respecto a los alumnos, “no os preocupéis, el Estado vela por vuestros aprobados”, y respecto a los profesores, “vayan ustedes inflando discretamente las notas, porque el alumno (o alumna), allá por junio, tiene que promocionar…” Y al paso que llevamos, llegará el día –nuevas reformas educativas mediante- en que la sombra de los suspensos caerá sobre los docentes con un peso casi delictivo. Incluso puede que los suspensos acaben repercutiendo negativamente en la nómina.
En cuanto a la labor de demolición que ya venía realizándose en algunas asignaturas del ámbito de las Humanidades, cabe decir que esa tendencia se acentúa más aún al suprimir, en algunos cursos, la asignatura de Historia o al relegarla, en otros cursos, al rango de optativa. Con ello lo que se abre es la posibilidad de que cada Comunidad Autónoma (a través de las editoriales) oriente, manipule o tergiverse la historia, adaptándola o interpretándola en beneficio de sus propios intereses identitarios, o según su mayor o menor voluntad de adoctrinamiento.
Proceso reduccionista
Pero con semejante mutilación de contenidos lo que se da, sobre todo, es un paso más en el proceso reduccionista y simplificador de los más recientes programas educativos, un proceso que parece diseñado para provocar un estado de amnesia intelectual y no pocos agujeros en la propia identidad de los estudiantes.
Y ya metidos en este proceso jibarizador, me atrevería a sugerir –con el permiso de los sesudos asesores docentes- que para la próxima reforma (podría llamarse LALELA, por ejemplo) vayan planteándose una revisión similar de la asignatura de Lengua y Literatura: una asignatura a la que, tal vez por denominarse castellana o española, se mira con no poca inquina en ciertas comunidades autónomas periféricas.
Para evitar al estudiante la tortura que para ellos supone el estudio de la gramática y la sintaxis del castellano, podría reducirse el estudio de la lengua a una serie de ejercicios prácticos como crucigramas, jeroglíficos y sopas de letras, sin olvidar la gran utilidad que podrían encontrar en algunos concursos televisivos del tipo “La rueda de la fortuna”, “Saber y ganar” o “Pasapalabra”. Y ya entrados en semejante deriva, podría eliminarse la poesía del temario y reducir el estudio de la literatura española a una visión panorámica de la narrativa de las últimas décadas, centrándose, por ejemplo, en la lectura y análisis de los premios Planeta y otros best sellers similares.
Y finalmente, para futuras reformas, me atrevería a hacer otra sugerencia, que no es nada original pues ya se va abriendo camino en algunos centros de enseñanzas medias y universitarias: que se impongan como obligatorios los exámenes tipo test en todas las asignaturas, ya que así se ahorrará a los profesores mucho tiempo en inútiles correcciones y, sobre todo, se evitará a los alumnos el enojoso esfuerzo de tener que expresarse por escrito.