La Talaverana de aquellos veranos de la primera mitad de los 70, en la adolescencia, cuando la realidad era tan nítida y también tan incierto el lugar que se ocupaba en el mundo, lo que se valía o no valía, lo que se podía intentar conseguir, lo que se perseguía con tanta torpeza sin saber muy bien lo que se buscaba más allá del impulso azul del deseo o la esperanza de conocer amigos con los que se pudiera conversar y que compartieran algunas aficiones o algunos sueños futuros.
La feria en el parque. En el paseo central, los puestos de turrones, algodón de azúcar, gajos de coco, martillos rojos de caramelo con un palo muy largo, que eran muy dulces y no se podían morder porque se pegaban a los dientes y eran imposibles de partir. La pista de baile de la Ferroviaria que siempre había sido la de los obreros y que no estaba abierta entonces aunque se abrió años después para dar conciertos y una vez vi allí, cuando ya estaba en Madrid en los ochenta, a Alaska cantando aquello del bote de Colón. Los urinarios a la izquierda con su olor característico que se fundía con el de los churros que freían por allí cerca. Los caballitos, la ola y los coches de choque cerca de la Cruz de los casados. También la noria, el trenecillo de la muerte y sus escobas, el ruido tan intenso de las tómbolas y esas atracciones que daban vueltas hasta marearse en las que no siempre apetecía montarse. Las gambas y los cucuruchos de camarones tan ricos como nunca más lo han sido en el comienzo del paseo paralelo hacia abajo. Los vendedores de juguetes llenos de rifles del oeste que disparaban un tapón de corcho unido con un cordel al final del cañón, balones de goma y muñecas que cerraban los ojos al balancearse y tenían el pelo de nylon. Los puestos de comidas con ruidos de vidrio de botellines de cerveza, olor a pinchos morunos, chorizos y morcillas a la plancha o a pollos asados que la gente humilde comía con trajes de domingo y esa alegría espontánea que no puede comprarse en ningún sitio. Las orzas de berenjenas y las casetas de tiro con escopetillas de plomos donde se disparaba a un palillo mondadientes que sostenía un cigarro rubio o un llavero con una navaja pequeña. La Pista Municipal a la derecha para la gente modesta o para los jóvenes sin demasiado dinero que bailaban hasta la madrugada con orquestas pachangueras que siempre terminaban tocando el “poronpompero”.
Los bares de la Talaverana a la derecha, que se clareaban casi enfrente y, vistos desde fuera, eran una tentación que parecía inalcanzable. Un tintineo de luces verdes entre el follaje donde se movían camareros de pajarita negra y chaquetas blancas. El centro de la fiesta donde se celebraba la cena del día de las carrozas (Día de la Provincia lo llamaban), donde acudían todos los alcaldes y concejales de los pueblos muy trajeados con las reinas de las fiestas y las mujeres de vestido largo y un chal sobre los hombros. Donde todos los días acudía la gente bien de la ciudad a exponerse, a divertirse y a compararse entre otros que querían o podían estar allí, porque algunos conseguían entradas de “gañote” que regalaba el Ayuntamiento. El público que ocupaba las mesas y escuchó a Julio Iglesias, a Lola Flores, Raphael, Rita Pavone y a muchos famosos del momento que no recuerdo ahora mismo pero que puedo ver en el escenario entre las luces, aunque algunos los viera desde fuera, antes o después.
Luego, el baile de las orquestas donde se movían las parejas, las familias o los grupos de amigos que venían juntos cuando se bailaba “suelto”. Pero también las mujeres solas que se habían hecho un traje largo para la ocasión en alguna modista y esperaban encontrar un príncipe azul que les pidiera bailar agarrado en las canciones lentas. Los hombres solos que recorrían el recinto acumulando valor para poder tener una mujer posible o imposible entre sus brazos, aunque muchas veces les dijeran que no y pareciera que se cayera un mundo entero. El refugio de esos bares maravillosos donde te atendían como si fueras un caballero, donde las botellas relucían de luz verde y blanca y era un lujo tomar un cubalibre muy cerca de una estatua desnuda. Quizá ese día que te decían que sí y entonces la noche se iluminaba de estrellas y las melodías sonaban más intensas y se hacía como si se bailaba pero se estaba en un paraíso con ranas verdes y fuentes de colores que parecía el centro del mundo. Y quizá lo era, aunque entonces no lo sabíamos, en aquellas madrugadas donde ya refrescaba y había que ponerse algo encima de los hombros.