No me gusta ni participo de la ideología del PP, pese a que no me tengo por un revolucionario; aunque sí reconozco lo variopinto de su militancia: ahí andan revueltos desde franquistas o fascistas irredentos, hasta gentes demócratas que creen que nuestra sociedad no precisa sino de pequeñísimos ajustes que dulcifiquen las discriminaciones más sangrantes. Quizá por eso me aferro a la castiza terminología que distinguía entre “conservadores” –gentes de la derecha democrática- y “conservaduros” o personas que, con tal de no cambiar o recuperar para sí o sus amigos antiguos privilegios, están dispuestos a pasar, si pueden, de la política a la violencia.
Tras la abultada derrota socialista en las pasadas elecciones y la retirada de su Secretario General, el PSOE anda buscando su perdida vertebración para continuar actuando en la sociedad en busca de sus aspiraciones ideológicas… con mejor metodología de la que le ha hecho perder la confianza de la ciudadanía. Porque, aún corriendo el peligro de la reiteración, está por ver si habría que hablar de si el PP ha ganado o el PSOE ha perdido. Y, visto el poco incremento de votos favorables a la derecha, parece que habría que hablar de lo segundo, de donde es fácil deducir que es él el que no puede seguir haciendo lo que hasta ahora ha hecho; aunque no soy tan necio como para no entender que la pertenencia española a la Unión Europea obliga a nuestro gobierno nacional a salir de ella o a adecuar su política a la supranacional.
Hoy, la mayoría de los gobiernos de los países miembros son conservadores y la política de la Unión, lógicamente, también lo es: enhorabuena al PP que se encuentra en ella como el pez en el agua, aplicando cortes y reducciones en nombre de un “realismo” que sacrifica preferentemente a los menos favorecidos. Pero bien puede ocurrir lo contrario: parece que los españoles solemos votar lo contrario que la mayoría europea, lo que dificultará a los militantes de partidos nacionales sentirse satisfechos con la actuación de su formación política. Eso nos obligará, a todos, a limar las diferencias más notables, evitando posibles “bandazos” generados por la normal alternancia en los gobiernos nacionales. Estamos condenados a reforzar el desarrollo de una filosofía de vida europea con matices; pero con un importante sustrato común.
El cumplimiento de la política común nos obliga a sentirnos más cerca del demócrata de otra ideología, que del bárbaro de la nuestra: tomen nota los demócratas del PP sobre las relaciones con sus “conservaduros” y su enorme protagonismo. Al menos, eso es lo que se ve en sus no pocos medios de comunicación afines. El pasado día diez eché un vistazo a algunos, antes de que la aparición de Rajoy, encendiera los incensarios, para ver que opinaban sobre “la sede vacante” socialista. No encontré gran cosa, pero sí fogonazos deslumbradores de desmesura. ABC: el “milagro andaluz del que habla Chacón es el paraíso socialista en el que un mendrugo de pan puede ser un gramo de cocaína”, brillante ejemplo en el que falta un pequeño detalle: fue el propio Gobierno Andaluz el que puso en manos judiciales esa presunta corrupción, cosa que no ha ocurrido, ni de lejos, en Valencia o Baleares. En El Mundo, un conocido apologeta de la derecha dice que “Chacón es la superficialidad, la banalidad del socialismo”; mientras que “Rubalcaba es la profundidad del socialismo con todas sus tinieblas, con todas sus cloacas, con todas sus equis y todos sus faisanes”. De La Razón, en su línea habitual, me llamó la atención una revuelta columna que mezclaba el adoctrinamiento con la educación para la ciudadanía y que destacaba una frase: “El socialismo es un episodio pequeño y sórdido en la larga historia de la humanidad”. Confieso que no me quedaron ganas de enfrentarme a La Gaceta, no quería morir de sobredosis.
El endurecimiento de las formas en la lógica discrepancia política es creciente, y se equivoca quien trate de quitarle importancia. No es preocupante que en la Cámara de los Comunes británica lleven siglos usando un verbo radical y hasta insultante a veces. La veteranía democrática del país hace que la gente no se preocupe: saben que las palabras no hieren ni matan y que los parlamentarios son maestros en el arte de dramatizar la política. Los nuestros también y la cafetería del Parlamento suele ser escenario de relaciones amigables, una vez terminadas las dramatizadas discrepancias del hemiciclo. Pero aquí podemos arrastrar esa violencia a la calle, a las relaciones humanas. Sobre todo cuando los medios de comunicación, en lugar de ser vehículos de información, con o sin línea editorial, se convierten en instrumentos de “agitación y propaganda” puros y duros.
Que el clima político se convierta, por la acción de unos cuantos irresponsables, en un campo de batalla en lugar de un terreno de pacífica divergencia, es muy preocupante. Ya hemo jugado a eso… y hemos perdido todos: hasta los que presumieron de ser vencedores.