A sus 13 años, Ana ni siquiera podía imaginar la forma en que iba a cambiar su vida el hecho de subir una fotografía suya a una web de música para registrarse: Allí fue precisamente donde la descubrió quien ella pensó que iba a ser su príncipe azul aunque con los años se convirtió más en la bestia.
Hay que remontarse a otro país y 13 años atrás para imaginarse a una niña a la que comienza a escribirle un hombre adulto -que se acercaba ya a la treintena- para enamorarla y cautivarla poco a poco, haciéndola caer en sus redes. Para ello, incluso, ni siquiera dudó en viajar algún tiempo después de conocerla a su casa para presentarse ante sus padres como un hombre serio que estaba enamorado de su hija, prometiéndoles cuidarla y protegerla…
Tras encandilarla durante casi cinco años con mensajes, llamadas y visitas, alimentando esa idea del amor romántico, Ana se convirtió en mayor de edad y decidió dejarlo todo atrás para venirse a España a vivir el que ella creía que iba a ser un amor de película y que sí acabó siendo una película, pero de terror.
Aunque al principio todo parecía ir como la seda, lo cierto es que la vida casi nunca es un cuento de color de rosa y todo comenzó a cambiar en un momento determinado para pasar de las atenciones a los desprecios, de los cariños a las vejaciones y de las caricias a los golpes.
Fue un año después de su llegada a España, tras haber sufrido un aborto espontáneo y cuando se encontraba embarazada de su hijo, cuando todo comenzó a torcerse.
“Su familia comenzó a hablarle mal de mí, a decirle que yo no era suficiente mujer para él, que era demasiado joven y que se buscara a una de verdad que estuviera a su altura. Incluso le pidieron que me obligara a abortar. Pero él, al principio me defendía” dice Ana de forma que parece seguir justificando aún el cambio de comportamiento con ella, seguramente porque las víctimas tardan demasiado en reconocerse como víctimas y pasan años buscando explicaciones y culpables en otros, incluso en sí mismas, cuando sólo hay uno real: su agresor, quien convirtió su vida en un infierno inimaginable para una joven de 19 años.
Sin embargo, como pasa con el 99% de los agresores machistas, él siempre encontraba alguna excusa para responsabilizarla a ella de lo que ocurría, de forma que Ana llegó a considerar normales insultos como gorda o vaca -entre una lista interminable- que le profería porque, según él, no había hecho en la casa algo que debía. Daba igual lo que fuera: él sólo quería hacerle daño y demostrar su supremacía, una actitud que le alejaba de ser un hombre para convertirlo en un monstruo.
Cada vez violencia machista más intensa
Los insultos fueron subiendo cada vez más de tono y de frecuencia hasta que, por primera vez, llegaron los golpes. Ana no olvida -y tiene que hacer una pausa para recomponerse- cómo empezó a darle puñetazos en la barriga estando embarazada de cinco meses y el miedo que sintió entonces de perder a su pequeño.
“No esperaba aquellos golpes, pero ya no volvió a pillarme descuidada y, cuando venía a golpearme, me ponía de espaldas para que me diera en los riñones o en la espalda, pero nunca en la barriga. Tenía que proteger a mi hijo ya que a mi me daba igual lo que me hiciera”.
La violencia también subió de intensidad y mientras la tenía en España sin papeles y negándose a casarse con ella para tenerla aún más dominada -sin documentación ni tarjeta sanitaria- y evitar que nada pudiera escapar a su control, las palizas también fueron más frecuentes sin importarle si le marcaba en zonas visibles.
Cuando dio a luz a su hijo, la cosa desgraciadamente para Ana no mejoró. El ciclo de la violencia volvió a iniciarse en todas sus fases: el perdón, los regalos y la luna de miel para volver a la escalada de violencia machista contra la mujer.
Ana, con un bebé recién nacido y sin poder disfrutar de la maternidad como todo el mundo debería, se planteaba entonces la posibilidad de volver a su país, pero el contacto con su familia era ya casi inexistente “y consideraban que cuando me marché con él pasé a pertenecerle, igual que a su familia” narra con tristeza.
De forma que continuó con él pese a que los abusos y agresiones eran cada vez más frecuentes. Ana se convirtió en una esclava que tenía que atender a la familia de él -cocinando y recogiendo- aunque eso supusiera tener que dejar a su bebé llorando. Pero ni eso le importaba al agresor ya que, incluso, permitía que insultaran a su hijo, por el que nunca demostró el afecto.
Amenazas de muerte
Tras las palizas llegaron las amenazas de muerte. Entre los muchos episodios en los que amenazó directamente con matarla, recuerda uno en el que estaba mala, sin fuerzas, por lo que se tumbó en el sofá con su bebé.
“Cuando llegó se enfadó mucho porque no había hecho nada de la casa y sacó un cuchillo. Me lo puso en el cuello y me dijo que, si no me levantaba, me iba a mandar a mi madre en una caja de madera. La suerte que tuve es que mi hijo se movió y él se retiró. Me dejó de hablar unos días y luego me dijo que había sido solo un momento, que no volvería a pasar”.
Sin embargo volvió a pasar y volvió a golpearla, cada vez con más fuerza, dejándole morada toda la parte izquierda desde el ojo hasta debajo del pecho.
En ese momento, con cientos de golpes acumulados sobre su joven cuerpo, Ana tuvo un primer arranque de valentía cogiendo a su hijo y marchándose con la intención de denunciarlo. Sin embargo, el ser una inmigrante sin papeles, sin familia y sin amigos -porque ya se había encargado él de todo ello- acabó en casa de la familia de él.
Fueron ellos los que, una vez más, protegieron al agresor atacando a la víctima y convenciéndola de que nadie la iba a creer; que si se lo contaba a alguien sólo conseguiría que le quitaran a su hijo y encerrarla en una habitación sin ventana, cama ni agua caliente.
Ana se encontró de nuevo perdida y sola, de forma que la convencieron para que, por su hijo, se callara y volviera con él, algo que hizo dos días después. Retornaron entonces los insultos como gorda, no sirves para nada o guarra; por no hablar del desprecio a su hijo que decía que “era retrasado”; y las amenazas de que, como le contara algo a alguien, él se iba a enterar y la iba a castigar.
“De hecho, a partir de que el niño tenía tres años y había empezado el colegio, me castigaba en invierno mandándome abajo, donde había una ventana con los cristales rotos por los que entraba mucho frío y yo solo me podía arropar con toallas. La única manera de que dejara dormir a mi hijo caliente en la cama con él era que yo pasara frío abajo”.
Sin embargo, Ana creía que las palizas se las merecía muchas veces “y estaba tan enamorada y enganchada a él que yo no creía ser una mujer maltratada. Creía que los golpes eran algo normal que me había ganado y que las palizas eran parte de la vida”.
Malos tratos a su hijo: La línea roja
Ana puede contar mil y unas situaciones en las que fue agredida sin piedad por la persona a la que ella amó con todas su fuerzas, a la que seguía amando y de quien se resignaba a recibir sus golpes e incluso los intentos de acabar con su vida porque también intentó estrangularla, además de que usaba a su hijo como herramienta de chantaje y para hacerle daño. Sin embargo, una noche todo cambió.
La difícil situación económica hizo que Ana tuviera que entrar a trabajar de interna con una vecina, un momento en el que ella tenía que engañar a su pareja sobre lo que cobraba para poder sisar dinero con el que comprarle ropa y zapatos a su hijo. Objetos que luego le entregaba a las vecinas para que lo llevaran a su casa como si fueran regalos, porque el agresor la controlaba hasta el punto de no querer gastarse nada en el niño “mientras él si tenía coche en el que pasear, ordenadores y móviles con los que hablaba, además, con otras mujeres”.
Cuando comenzó a trabajar fue el momento en el que comenzaron las sospechas de Ana de que el mal llamado padre de su hijo podía estar agrediéndolo, lo que motivó que muchas veces se lo llevara al trabajo con el beneplácito de las vecinas que, si bien conocían la situación y le decían que tenía que dejarlo, tampoco le daban muchas otras opciones y ella era incapaz de verse en la calle con un niño tan pequeño.
Y sus sospechas, además del temor que el pequeño empezaba a demostrar, se confirmaron una noche en la que el niño, como cualquier otro de tres años, se encontró con el cargador del móvil y se puso a jugar con él.
Ese hecho despertó la furia siempre latente del agresor que empujó al pequeño contra una silla, haciéndole sangre y moratones en la espalda de los que el niño se quejaba mientras se hinchaba cada vez más “y no se podía poner derecho”.
Ese día Ana decidió que se habían pasado todas las líneas rojas y que debía cambiar su vida, pero no fue posible hasta que la “fortuna” puso en su camino unos días después a una sobrina del agresor que iba al Centro de la Mujer y la invitó a acompañarla.
“Cuando me dijo ‘el Centro de la Mujer’, le pregunté qué era eso y si escuchaban los problemas de las mujeres. A ella no le conté nada, pero cuando entré pregunté si allí era donde las mujeres a las que le pegaban podían contar su historia y me dijeron que sí. Entonces pensé que estaba salvada”.
Empezar la vida que siempre debió tener
Ese día regresó a casa y se comportó normalmente pero, en cuanto pudo, regresó al Centro de la Mujer tras dejar a su niño en el colegio. Así comenzó su nueva vida, la que nunca debería haber dejado de tener.
Se entrevistó con una psicóloga a la que, además de contarle el infierno que era su vida con sólo 25 años, le preguntó qué iba a ocurrir, los pasos que tenía que dar “y qué iba a pasar conmigo y con mi hijo si ponía una denuncia porque yo no tenía ninguna información: Tenía la tele apagada, no tenía acceso a internet… Él no quería que supiera sobre nada”.
Desde allí salió directamente al médico para que hicieran un parte de lesiones, denunciar -aunque sólo se han impuesto medidas cautelares porque aún no se ha celebrado el juicio- y pasar inmediatamente a una casa de acogida en otra ciudad. En este caso, ella no tuvo nada que dejar atrás porque ya se había encargado él de que su único refugio fuera su hijo, lo único que no pudo arrebatarle.
A partir de ahí comenzó el final de 7 años, 2.555 días, 61.320 horas y 3.679.200 minutos de malos tratos.
“Cambió mi vida, aunque no fue fácil denunciar. Y no es fácil porque supone revivirlo otra vez todo, el dolor y la humillación ante extraños sin saber si te estarás explicando bien en otro idioma que no es el tuyo, desvelar tu intimidad de hace años y volver a sentirlo todo… Es fácil decir la palabra ‘denunciar’, pero hacerlo cuesta muchísimo y es muy duro responder a todas las preguntas. Cuando acabé me sentí vacía, con una sensación extraña de miedo y dolor, además de que parecía que mi propia vida era como una película de la que yo era protagonista sin haberme dado cuenta en muchas ocasiones”.
Sin embargo, ahí se inició el gran cambio que ha supuesto que se comenzara a curar todo lo que le dolió durante siete años. “Para mí fue la mejor decisión que pude tomar y lo hice por mi hijo. A mi no me importaban los golpes, pero sabía que a él no le importaba el niño y que si le pasaba algo simplemente se iba a ir con otra y sólo yo iba a sufrir por mi pequeño”.
Romper el círculo de la violencia no es un camino de rosas y, aunque la recompensa final no tenga precio, es complicado y no consiste sólo en dar un primer paso aunque eso sea un avance importante.
“No es fácil. En la casa de acogida pasé por todos los estados de ánimo: estaba triste, enfadada, con rabia… A veces pensaba por qué lo había dejado, que tenía que volver con él porque eso era lo mejor para mi. Pero gracias al equipo, dispuesto a hablar día y noche, lo he superado. Aquí he comprendido que me trataba como un animal, igual que a mi hijo. El niño cuando llegó, incluso, se agazapaba temeroso debajo de los muebles y no hablaba ni se relacionaba con nadie, hasta el punto de que pensaban que era autista”.
La terapia y el trato diario con el equipo de la casa de acogida lo cambió todo. Tras darle una tregua, empezaron a “obligarla” a salir de casa con excusas como solucionar papeles. Ella aún tenía miedo y miraba a su espalda, pero le demostraron que podía ser autónoma: comenzó por ir a cursos de formación para reciclarse e incorporarse al mercado laboral -al tiempo que aprendía de nuevo a relacionarse con las personas de su entorno-, logró un trabajo y eso le ha permitido tener tarjeta de la Seguridad Social.
Aún así, el agresor no se dio tan pronto por vencido y ha contactado con ella en varias ocasiones: primero le pedía perdón, luego le decía que iba a dejar a su hijo sin padre y, como ella ya no estaba anulada y no cedía a sus chantajes, se volvía agresivo y la acusaba de buscar sólo el dinero del Gobierno e intentaba amedrentarla diciendo que se iban a desentender de ella por ser extranjera.
“En esos momentos tenía claro que no iba a volver con él. Dar el paso de alejarte de alguien a quien sigues queriendo a pesar de todo no es fácil y no puede ser algo meditado: No puedes decir ‘mañana lo hago’, sino hacerlo en el momento en que te sientas fuerte, sin pensarlo, para que no te acabes echando atrás” asegura Ana, quien destaca el increíble trabajo que hace el equipo de profesionales de la Casa de Acogida que depende de la Diputación de Ciudad Real y tiene financiación de la Junta.
“Muchas noches he llamado a su puerta y ellas -en este momento el equipo lo componen todo mujeres- siempre han estado para mí, incluso para tranquilizarme en los momentos más difíciles en los que me quería volver con él porque todo me sobrepasaba y era nuevo para mi. Además de que le seguía queriendo, con él tenía la seguridad de lo que conocía y ahora era todo completamente nuevo para mi”, apostilla en una entrevista con Lanzadigital.com.
Ahora esta joven recuerda cómo con su agresor se sentía débil, como si no fuera nadie sino una sombra que no sabía relacionarse porque ni la veían. “No me sentía mujer ni madre, sólo era un animal asustado y siempre en guardia para que no se acercara a nuestro hijo. Llegué a sentirme como una flor seca que nadie quiere”, según sus propias palabras.
Sin embargo, en solo unos meses y siendo muy valiente, ha empezado a quererse, a descubrir lo que significa vivir en libertad y con autonomía y a tomar las decisiones que marcarán el camino de su vida y de la de su hijo, “a quien pienso enseñarle que los conflictos no se resuelven jamás con violencia, y menos hacia las mujeres”.
Hoy, casi 9 meses después de que diera el primer paso, quiere lanzar un mensaje de esperanza a las mujeres que estén como ella en los últimos años: “Dad el paso, el tiempo pasa muy deprisa y os váis a levantar un día con 60 años y alguien al lado que no sólo no os quiere, sino que os ataca y os agrede. Y eso si conseguís sobrevivir hasta los 60. Eso no es vivir: Te trata mal, te hace daño y te anula hasta que no te sientes mujer ni persona. Por eso, si pueden, que aprovechen cuando no esté el agresor y salgan a la calle para llamar al 112 y pedir ayuda. Es la única forma en la que van a poder recuperar su vida, que es algo maravilloso”.
(Entrevista incluida en el suplemento especial sobre violencia de género del semanario de Lanza)