Una pareja sin dinero en plena Gran Depresión norteamericana entra en un concurso de baile. Lo que parece un juego se convierte en pesadilla a medida que avanza el metraje de esta extraordinaria película de Sydney Pollack, ‘Danzad, danzad, malditos’, que no solo habla de la desesperación humana, sino que la transmite.
Con la posibilidad de repetición electoral he experimentado una sensación parecida a la que me queda cada vez que veo esa película: agotamiento físico y mental. Soy mujer, española, sé lo importante que es votar, lo he hecho desde que cumplí 18 años. He votado con rabia, con más o menos entusiasmo, decepcionada, cabreada; pero siempre he votado, lo considero una obligación en un país sin tradición democrática que en su historia más reciente soportó cuarenta años de dictadura, y más por tratarse de un derecho que se nos negó a millones de mujeres hasta bien entrado el siglo pasado.
Cuando voy a votar siempre lo tengo en cuenta, me falta decir: ‘Voto por mí y por todas mis compañeras’, pero me contengo. Desde que voté por primera vez, en los años noventa, y hasta aquellas generales de diciembre de 2015 que adelantó Mariano Rajoy lo hice convencida (no siempre con entusiasmo).
La emoción del multipartidismo
En pleno auge de la nueva política y el fin del bipartidismo me emocioné como otros ciudadanos pensando que el rodillo con el que los principales partidos habían entendido las mayorías absolutas en España se iba a acabar. Pocas cosas me parecían mejor que las coaliciones para gobernar de otra forma, para que nadie se pasara de la raya.
Pero resulta que el multipartidismo que alumbraron las urnas aquel invierno no fue del gusto de los partidos con opciones de gobernar, incapaces de ponerse de acuerdo en una reedición de los vetos rojos-azules, pero ahora con cuatro partidos.
Con Rajoy de presidente en funciones volvimos a votar en junio y el resultado tampoco dejó un claro vencedor. El PSOE se partió en dos, estuvimos a punto de volver a las urnas, pero en el último momento los socialistas facilitaron un gobierno de Rajoy, el más votado nuevo, con una minoría que algo más de un año después, en 2018, saltó por los aires. La corrupción, como titularon los periódicos entonces, tumbó al presidente que llegó al poder en plena crisis financiera y disfrutó de una holgadísima mayoría para hacer y deshacer.
En medio la crisis catalana, el pulso Gobierno central-Generalitat también contribuyó a que fuerzas irreconciliables, antagónicas desde el 1 de octubre de 2017, se pusieran de acuerdo para derrocar al presidente y, moción de censura de por medio, aupar al líder de la oposición (que ni siquiera era diputado).
El ‘Gobierno Frankenstein’
El ‘Gobierno Frankenstein’ (esa genialidad de Alfredo Pérez-Rubalcaba) que no se formó en 2016 tomó cuerpo en 2018 y Pedro Sánchez se convirtió en presidente con la minoría más minoritaria que se había visto nunca en el Congreso. Sin ganar las elecciones, sin ser diputado y con solo 84 escaños Sánchez se dispuso a gobernar en junio de 2018. No ha llegado a cumplir un año en el poder. El ‘no’ de los partidos independentistas catalanes y el show del ‘relator’ le impidieron aprobar unos presupuestos que tenían el plácet de Unidas Podemos, el principal socio de la moción, que se revuelve ahora con el partido con el que está condenado a entenderse.
En fin, que en abril, en plena descomposición del PP, con la ultraderecha en la cresta de la ola tras su éxito en Andalucía, volvimos a votar en unas generales. A Sánchez no le quedó otra que poner urnas como repetían machaconamente los perdedores de la moción de censura (Ciudadanos y PP).
Convocarlas fue todo un psicodrama, que si con las europeas, autonómicas y municipales, que si por separado, el caso es que votamos en abril y votamos, por triplicado, en mayo. Y mira por donde Sánchez gana las elecciones (sin mayoría, claro), que se vuelven a plantear como una guerra de bloques más tensionada que cuando se votaba al PP o al PSOE. Ahora o estás con los que quieren romper España, los terroristas, “la banda” o con el “trifachito” que prefiere llamar “violencia intrafamiliar” a la violencia machista, cuestiona “los chiringuitos” LGTBI (así llama Vox a las asociaciones de este colectivo). ¡Uff, qué pereza!, este es el nivel del debate para pasmo de sufridos ciudadanos que queremos calma, serenidad y respeto al adversario por equivocadas que nos parezcan sus ideas.
Retomo el hilo. Sánchez gana las elecciones, parece que hay un bloque que suma (o casi) y dices pues mira que bien, habrá gobierno, esa minucia tan tonta. Pero no. Enfrascados en un tacticismo exasperante, parece que los partidos políticos se han olvidado del fin para el que se presentan a las elecciones: gobernar, tomar decisiones que, en la medida de lo posible, sirvan para resolver problemas de la ciudadanía, mancharse las manos, en el buen sentido de la palabra, y exponerse al escrutinio público.
No soy nada original si digo que la ciudadanía, incluso la más cafetera e identificada con siglas, está al borde del colapso si una vez más en cuatro años políticamente para olvidar tenemos que votar. Es como si nos estuvieran diciendo, ‘¡Votad, votad, malditos, pero votad bien, que no sabéis!’. Pues no señoras y señores diputados, el problema es suyo, la pluralidad requiere de otras maneras, el país no puede seguir más tiempo tensionado. A este paso habrá Brexit antes que en España sea capaz tener un gobierno estable (ni se me ocurre que se pueda hacer algo más que gritar mucho para apaciguar Cataluña, atajar el paro o garantizar las pensiones, o plantear reformas más de fondo).
Con este enredo y por mucho que los partidos apelen a las tripas de militantes y simpatizantes me temo que abrir urnas en noviembre solo contribuirán a complicar las cosas, con la agravante de que muchos, entre los que me incluyo, dejaremos de participar en la fiesta y seguiremos las negociaciones para formar gobierno como una de esas series que te pegan al sofá, te subyugan durante horas, pero que no dejan de ser un mero entretenimiento.