“Por primera vez en la historia de la humanidad podemos afirmar tajantemente que los españoles no sabemos lo que comemos”. Julián López, antropólogo social y cultural, afirma con rotundidad que la alimentación en las sociedades occidentales contemporáneas está en una “encrucijada”. La causa principal es que “estamos más alejados que nunca de la comida y de la cocina”.
El famoso aforismo que pronunció en el siglo XIX el filósofo francés Jean Anthelme Brillat-Savarin, ‘Dime lo que comes y te diré quién eres’, resulta recurrente. “Si no sabemos lo que comemos, no sabemos quiénes somos, y realmente ese es uno de los dramas de la alimentación contemporánea”, afirma el catedrático de la Uned, que antes lo fue de las universidades de Córdoba, Castilla-La Mancha y Extremadura.
El alejamiento progresivo de la población de la producción, la distribución y la preparación de la alimentación a lo largo de los últimos siglos está detrás. López explica que, “hasta hace no mucho tiempo, conocíamos perfectamente dónde y quiénes producían lo que comíamos”, los campos, las pequeñas granjas, e incluso “parte de nuestra comida nacía en nuestras casas”.
Además, los españoles sabían las formas de distribución, cómo se movían los productos “de la granja y de la huerta a la pequeña tiendecita”, y conocían a los tenderos, aparte de las manos que preparaban las comidas, “las de nuestras madres, nuestras abuelas, y también las de las personas que trabajaban en los bares y en los restaurantes más cercanos”.
En el siglo XXI no. Esas tres formas de “proximidad” han desaparecido. Los supermercados indican de forma general en las etiquetas la procedencia, como que los plátanos vienen de Ecuador, pero los consumidores no conocen “ni quiénes son los dueños de las plantaciones, ni sus intereses, como tampoco saben de las lógicas de las cadenas de distribución”, algo que para Julián López, “se convierte en una compra totalmente desafectiva”.
El paso de sociedades eminentemente rurales a sociedades urbanas trajo consigo esta gran transformación. La revolución industrial ha marcado distancia en los dos últimos siglos, no solo topográfica, sino simbólica, entre el campo y la ciudad, y al mismo tiempo, entre los trabajadores de servicios y los agricultores, “estigmatizados siempre y más aún cuanto más desconocidos son”.
Cuando se plantea el debate de llenar la España vacía, Julián López considera que “el retorno al campo no siempre necesariamente tiene que ser real, pero por lo menos simbólico, que implique al conocimiento”. El profesor considera que “no puede ser que el primer pollo que vea un niño de la capital sea muerto y envasado, o que se confunda el ruido de un tractor con un helicóptero”. “No solamente porque es necesario para nuestra salud mental, sino porque es básico para nuestra supervivencia como especie”, apostilla.
Pero es que, al mismo tiempo, “cada vez comemos más precocinados y productos cocinados previamente por manos ajenas”. Solo hay que darse una vuelta por el supermercado más moderno para enganchar pizzas, tortillas y gazpacho, aparte de croquetas, albóndigas o cuscús preparados para calentar y comer. Así, desaparece también “la cercanía y la empatía con los cocineros”, que fortalecen el sentido de comunidad.
Adiós a la cena; bienvenida a los ‘food contacts’

No son las únicas tendencias que caminan en contra del valor “socializante de la comida”. Y aquí hay que poner el punto de mira en los jóvenes occidentales, que son “los que marcan la tendencia hacia el futuro” y los que “hoy en día están contribuyendo a la desestructuración del proceso alimentario”. Para entender todos estos conceptos solo hay que fijarse en la última moda: la desaparición de la cena.
“Lo que está sucediendo es que la cena está en un proceso de adelgazamiento tal que va camino de perder su significado. Nuestros jóvenes cada vez cenan menos”, expresa Julián López. Si antes la comida y la cena tenían “una duración de unos 30 minutos y una sobremesa de 15”, ahora “las cenas no duran más de 20 minutos por término medio”.
Los jóvenes no comen menos, sino que, “en vez de distribuir su comida en tres momentos importantes al día, la distribuyen en múltiples”. El sociólogo francés Claude Fischler habla de que “en Occidente los jóvenes tienen una media de 20 food contacts” a lo largo del día, 20 ingestas, y Julián López cree que “ya incluso pueden ser más”. La mayoría no son por hambre, sino que la comida se considera “como momento de descanso, de contrapunto: me estudio un tema y voy al frigorífico”.
El antropólogo narra que “cuando un adolescente se levanta come un poco de desayuno, a media mañana va al frigo y toma una fruta o una galleta, al cabo de un rato coge una chuchería, y al cabo de otro puede tomar un trago de zumo”. Son 20 tomas, “aunque sean muy pequeñas” y, según destaca, “si hay muchos momentos pequeños, los momentos grandes necesariamente pierden valor”.
Estómagos individuales y sociedad líquida
¿Y qué más da si desaparece la cena? La antropología explica que la pérdida de los valores centrales de las comidas, de su gramática, repercute en la socialización. “Si nos ha costado siglos inventarnos situaciones que nos obliguen a juntarnos en torno a un plato, ahora avanzamos en dirección contraria”, señala López.
La última comida ha sido siempre el momento para hablar de cómo había ido el día, del trabajo o la escuela, y si desaparece también lo hará esta forma de comunicación y de compartir. Estos tiempos de comida “han sido fundamentales en la evolución del ser humano y nos diferencian del resto de animales”, que buscan comida cuando tienen hambre. “Si nos guiásemos por los estómagos individuales comeríamos individualmente y eso anularía las posibilidades de compartir que tiene una comida”, añade.
Así, la desaparición de la cena es fiel reflejo de la individualidad y la refuerza. “Son evidencias del individualismo propio de la modernidad y de la sociedad líquida, donde las normas estructurantes propias de las dinámicas sociales y culturales tienden a la disolución”, explica el antropólogo, que también está especializado en memoria social, derechos humanos e identidades indígenas de América Latina.
Otra de las consecuencias más interesantes de los múltiples ‘food contacts’ es el fin de las lógicas culinarias. Hasta ahora, los españoles sabían que “se podía desayunar leche con galletas, pero no cerveza con gambas”. A las lentejas se les podía echar “un poquito de vinagre, pero aliñarlas con kétchup era un despropósito”.
En tiempos recientes, no solo es que los jóvenes experimenten y den lugar a “todo tipo de guarrerías”, sin ningún tipo de lógica para los mayores, sino que la misma forma de comer muchas veces y en pocas cantidades les lleva a crear todo tipo de combinaciones. “Uno puede tomar un yogur antes de comerse un pedazo de chorizo”, comenta Julián López.
En este “guirigay” o “cacofonía” culinaria, los cocineros que elaboran hamburguesas “se vuelven locos”, porque cada chaval “se inventa la suya propia, que tiene que tener: sí pepinillo, pero no cebolla, sí beicon, pero no lechuga”. Quizás por eso, sociólogos y antropólogos los llaman OCNIS, “objetos comestibles no identificados”. “Es una metáfora potente de la individualización frente al valor colectivo de la comida comunitaria”, señala el profesor.
El hedonismo culinario: Occidente ya no come por necesidad

Lejos de adoptar una postura “excesivamente negativa”, Julián López advierte que la alimentación en las sociedades occidentales contemporáneas también tiene aspectos muy positivos y el más importante tiene que ver con la superación del fantasma del hambre. Los españoles han dejado de comer por necesidad y ahora también comen por placer, es decir, ha aparecido “el hedonismo culinario”.
“El placer culinario se está entronizando y yo creo que es bueno, porque aupar cualquier forma de satisfacción, de bienestar, es bueno para la salud mental de cualquier sociedad”, señala. El antropólogo destaca que “la comida ahora no solo llena nuestro estómago sino nuestra mente, nos alimenta espiritualmente aparte de fisiológicamente”.
Mercados y restaurantes amplían el abanico de productos para degustar y Julián López considera que “por primera vez en la historia se ha producido una ampliación de los sentidos implicados en el acceso a la comida”. Cuando la comida era por necesidad, el sentido del gusto primaba, pero cuando se come por placer entran en juego “todos nuestros sentidos y emociones”.
Siempre se dijo que “nos gusta comer por los ojos”, pero ahora mucho más. Subir fotografías de platos a las redes sociales está de moda y, destaca López, “comentar las imágenes a veces nos alimenta tanto como la propia comida”. El olfato siempre estuvo ligado al gusto, pero a partir del siglo XXI el sentido de la vista cobra más protagonismo. Incluso, los comensales están preocupados por las texturas y los sonidos, como refleja el atractivo de los crujientes.
La revolución femenina en la cocina
Si en el pasado los privilegios culinarios eran de clase, de sexo y de edad, López señala que la modernidad ha tendido además a la “igualación”. “Está muy claro en el sexo”, destaca el antropólogo, porque las mujeres a lo largo de la historia estuvieron marcadas a la hora de comer por tres elementos negativos: “menos, después y peor”. Menos en cantidad, después en los repartos y peor en calidad. En un día de pollo asado, “el muslo era para el padre, la pechuga para los niños y para la madre quedaban los alones”.
La revolución femenina ha llegado a la comida y “las mujeres asimilan que un dominio que siempre han tenido ellas, casi mágico, el de preparar la comida, tiene valor político”. Arjun Appadurai, antropólogo estadounidense, habla de la gastropolítica. Cuando hay un enfrentamiento de género en una casa, “la mujer es capaz de poner sus cartas sobre la mesa y modificar situaciones a través de la comida”.
Distinciones se mantienen entre clases sociales. Al abrir un frigorífico “vemos a distancia” cuando en una casa entran 3.000 euros al mes o tan solo 1.000”. Sin embargo, el profesor de la Uned advierte que “las clases altas quieren seguir distinguiéndose por lo que comen, pero se está estrechando la franja de la diferencia”. El concepto de hedonismo culinario ya no solo está presente en los ricos, sino que “se está democratizando”.
Menos precocinados, más verduras y dos productos gourmet

Desde 1998, Julián López manda a sus alumnos un trabajo que consiste en fotografiar frigoríficos de familias conocidas justo después de realizar una compra, que luego intercambian para intentar dilucidar cómo son las personas que están detrás. “La comida da mucha información de cómo somos”, de si en una casa viven más hombres, hay niños o personas que no son naturales de España, y en los últimos años han sido un claro reflejo de todas estas transformaciones sociales de las que habla la antropología.
Menos precocinados y más verdura. Las conclusiones extraídas de estos trabajos en los últimos años son muy interesantes. Los productos globalizados aumentan su presencia, pero, por ejemplo, Julián López detecta que “la presencia de los precocinados fue muy fuerte a finales del siglo XX y principios del siglo XXI, pero menos en la actualidad entre familias jóvenes, a pesar de que trabajen los dos padres”.
Todo no queda ahí, pues en la propia configuración de las neveras, donde normalmente hay un estante para carne, otro para jamón y quesos, y otro para frutas y verduras, este último ha aumentado. “El volumen que ocupan las frutas y verduras está creciendo, no solamente en familias vegetarianas, sino en general”, señala, lo que apuntaría a una alimentación más saludable.
Los productos gourmet y las bebidas hedonistas, como el vino embotellado, también colonizan ya las despensas. López señala que “antes siempre estaba el vino Don Simón para cocinar, pero ahora, incluso los frigoríficos de las clases populares, tienen vinos de hasta 5 euros”. También hay cervezas artesanas, pues “cada vez que se hace la compra en la cesta entra una cosa o dos gourmet”. ¿Quién define lo gourmet? López apunta que “fundamentalmente el precio”.
Frigoríficos “amorfos”
Por supuesto, las neveras reflejan el proceso “de convergencia y de igualación” de las sociedades occidentales. Para Julián López, el resultado más nefasto de esta homogeneización, “esta tendencia alienante que avanza poco a poco” sobre todo en el hemisferio norte, es “que todos los frigoríficos sean absolutamente iguales: amorfos, sin distinción y sin nada que diferenciar”.
Con respecto a la supervivencia de las características propias de las comidas autóctonas de cada región, como La Mancha, Julián López admite que “los procesos de migración de los años 60 hacia Barcelona, Madrid, Suiza o Alemania”, aparte de “la generalización de los medios de comunicación, de la televisión y la visualización de comidas globalizadas”, han hecho mella.
También empujó al olvido, según señala el profesor, “la idea de muchas madres jóvenes en los años 80 que querían la modernidad de sus hijos y que la encontraron a través de la globalización culinaria, a través por ejemplo de los precocinados”. Así, los manchegos “salieron del siglo XX con una situación de casi desaparición”, pero, junto a esto, “el siglo XXI ha traído el interés por los procesos de reapropiación, redescubrimiento y rescate”.La recuperación de los platos típicos
En el pasado las comidas definieron territorios y, “aunque no se puede hablar con precisión de una comida manchega”, López destaca que “por la configuración territorial, la transmisión de recetas y el tipo de campo, se desarrolló un perfil propio”, que no solo se tradujo en platos típicos, sino en maneras de comer. Las migas no son de Ciudad Real, pero las migas manchegas tienen sus particularidades frente a las andaluzas o extremeñas. También hay platos totémicos, emblemáticos.
Restaurantes especializados en rescatar y ofrecer comida tradicional han empezado a gotear en cada localidad. Julián López considera que es enriquecedora la búsqueda de las “recetas de la abuela”, a pesar de que considera que hay que tener cuidado con “recrear o inventar con la excusa de que se está rescatando algo del pasado”, pues eso solo puede dar lugar a artificios folclorizantes, como ocurre en otros ámbitos como la arquitectura.
Comidas multiculturales o interculturales
Optimista, el profesor cree que la homogeneización total no se va a consolidar. Asimismo, expertos en antropología de la alimentación están muy centrados en los procesos de mestizaje culinario fruto de las migraciones. En lo que respecta a la comida y a las formas de integración detectan dos grandes “ideas fuerza”: la acción intercultural y la multicultural.
Mientras que la acción intercultural busca la integración “sobre la base de la mezcla y la fusión de comidas, sabores, ingredientes y especias”, el multiculturalismo apuesta por “no perder la esencia y buscar guetizaciones, barrios y comidas étnicas”. Unos piensan que la mezcla enriquece y otros que empobrece. En España, con fuerte migración procedente de América Latina, “están funcionando más los procesos interculturales”, al igual que en Francia, aunque otros países como Reino Unido apuesta por la segunda opción.
El consumo de carne, en la diana
Siempre que habla de comida, Julián López se refiere a las sociedades occidentales contemporáneas, y se refiere a estos contextos cuando aborda dos temas que marcan la actualidad: el problema de la obesidad infantil y el debate sobre el consumo de carne. El antropólogo insiste en que “no hay que olvidar que en el mundo hay 800 millones de personas que pasan hambre”, que “sigue aumentando y que ocupa los primeros puestos en los objetivos de desarrollo sostenible marcados por la ONU”. “Los debates locales de Occidente en torno a la alimentación son de otra dimensión”, aclara.
El veganismo y el vegetarianismo han puesto el consumo de carne en la diana, aunque, como expresa López, “para un vegano es exactamente igual un vaso de leche que un chuletón”. El antropólogo advierte que “el debate se plantea en Occidente porque está resuelta la disponibilidad”. Si no, aclara, “jamás se hubiera planteado un debate sobre si comer carne es bueno o malo. Nos podemos permitir eso e incluso darle un tinte moral”, añade.
La cuestión ya no es si una persona come carne porque no le gusta o porque es malo para su cuerpo, sino porque “es moralmente malo que los seres humanos maten animales para comérselos”. Ese es el planteamiento, a juicio de López, “una posición culinaria que discrimina a través de la comida a los carnívoros”. En otros ámbitos, los expertos detectan señales de convergencia, pero “ésta es una clara divergencia”, que ha tendido en los últimos años a ideologizarse y a radicalizar posiciones enfrentadas.
Es verdad que el número de personas que no comen carne se multiplica de forma exponencial. López señala que “todavía en las encuestas del CIS no hay datos para dilucidar qué porcentaje de la población española es vegana o vegetariana”, pero él detecta en su entorno “que en torno al 25 por ciento de los jóvenes de entre 20 y 30 años” adoptan estas posiciones.
El debate está servido y los antropólogos, como estudiosos de los aspectos biológicos, sociales y culturales de hombres y mujeres, tienen argumentos que aportar. Por ejemplo, Julián López afirma que “la carne ha servido a lo largo de la historia para definir el concepto de fiesta” y “los seres humanos no podemos entender nuestra vida sin la carne”. Al menos por ahora.
El profesor señala que “es curioso ver cómo algunos restaurantes veganos imitan hamburguesas y chuletones”, y también hace referencia al sumatorio de la carne y el sexo como placer. Los informes dan lugar a opiniones encontradas, de hecho, una historiadora americana estudió los rituales de los novios después de cenar según la comida que ingerían, y no eran iguales si comían ensalada que una chuleta.
“Sin desconocer lo que está pasando en algunas granjas que habría que volar, donde están miles y miles de vacas sin moverse y gallinas estabuladas en jaulas ínfimas, es importante conocer la historia de los valores simbólicos de la carne”, señala Julián López. De momento, “no es lo mismo contribuir a la sostenibilidad reduciendo el consumo que su radical negación para evitar el sufrimiento animal” y el conflicto no ha llegado a los órganos de representación.
La obesidad infantil y su vinculación con las clases populares

En cuanto a la obesidad infantil, la antropología analiza sus orígenes. El catedrático señala que “tiene que ver con creencias heredadas difíciles de diluir sobre las bondades del azúcar” y “con la idea de progreso social que han tenido muchas familias populares y que tiene reflejo en la comida”. En el siglo XVIII y XIX, quién comía más azúcar tenía mejor posición social, de ahí que se agasaje al niño con refrescos y bollería. “Que a mi niño no le falte algo que está rico y es deseable”, era la frase.
La otra lógica tiene que ver con la cantidad, “comer hasta hartarse es una forma de expresar el progreso social”. Por eso, destaca el profesor, “es curioso que los países donde hay más tasas de obesidad infantil son los que están en vías de desarrollo o los grupos más pobres de sociedades desarrolladas”. En Estados Unidos, “las mayores tasas de obesidad infantil las tienen las familias de negros e hispanos inmigrantes”.
Al mismo tiempo se da el proceso contrario. Julián López señala que en las sociedades modernas “se ha generalizado entre las élites la visión de que la delgadez no solamente es bonita, sino que es buena y símbolo de distinción”. Esto lleva, según sus palabras, “a otra aberración, igualmente de lacerante o incluso más, porque esta otra es elegida, que es todo lo que tiene que ver con la anorexia y la bulimia”.
Entonces, ¿comemos mejor?
Para concluir la pregunta es clara, ¿los españoles comemos mejor? Julián López considera que es una cuestión “central”, pero la respuesta “es complicada”. Aquí entran en juego dos posturas: la opinión de los expertos en nutrición y en medicina, que diferencian entre buenas y malas comidas, y la subjetividad individual, que determina lo que es bueno y malo para las emociones de cada uno.
Poco tienen que hacer los médicos cuando a una persona se le ponen “los pelos de punta” porque una comida le recuerda a su abuela y “hay algo que pasa por su cuerpo y su mente que le hace disfrutar”. Lo cierto es que, según indica el antropólogo, “esta cuestión es de los últimos 50 años, ni siquiera se dio antes entre las clases altas, pues siempre se pensó que lo bueno para la mente era bueno para el cuerpo”.
En el pasado, los seres humanos se guiaron siempre por necesidad y criterios emocionales, tradición, herencia, implicaciones corporales, al margen de restricciones puntuales ligadas normalmente a la religión. Por eso ahora, “nos revelamos contra la infinidad de dietas, contra las maneras correctas de comer. Todos conocemos a gente que dice que se las saltan, aunque les genere mala conciencia”, señala.
De manera global, Julián López diría que “comemos mejor”, porque hay “un espectro mucho mayor de productos para elegir, hay más disponibilidad para gastar y tenemos la posibilidad de romper fronteras”, pero sin duda, “es difícil conjugar placer y salud”, cuando las tendencias alimenticias son reflejo de los cambios sociales y también motores de transformación.