La leyenda cuenta que el afable caballero don Quijote de La Mancha, ese ingenioso hidalgo que trasciende de la ficción propia de las letras de Cervantes para enraizar en la sabiduría popular, descubrió el encantamiento de Montesinos, la señora Belerma, el escudero Guadiana y la dueña Ruidera, sus 7 hijas y sus 2 sobrinas, en el mismo “corazón” de las lagunas: la Cueva de Montesinos.
Localizada en el refugio de agua, chorreras y vegetación que representan durante kilómetros las Lagunas, entre estampas de roca caliza pulida por la eterna acción del agua, la gruta surge en esta tierra manchega, seca y polvorienta en verano, y siempre coloreada por encinas, coscojas, sabinas o enebros, escondida entre las piedras, decidida a estimular la curiosidad y a recordar en el tiempo el paso de paisanos y foráneos.
“A las dos de la tarde llegaron a la cueva, cuya boca espaciosa y ancha, pero llena de cambroneras y cabrahígos, de zarzas y malezas, tan espesas e intrincadas, que de todo en todo la ciegan y encubren”, narra el ilustre escritor del siglo de oro en el capítulo XXII de la segunda parte de ‘Don Quijote de La Mancha’.
Diferente es la estampa de la entrada hoy en día, con escalones tallados y una puerta de hierro que impide la incursión a deshoras, sin necesidad de espada para abrir paso ni de “cien brazas de soga” para caer al “abismo”. El narrador también contrasta, convertido ahora en monitor de turismo activo, con deportivas y casco, demasiado distantes de la ‘lechugilla’ plisada y almidonada en el cuello propia del siglo XVI. Sin embargo, la bajada no ha dejado de producir misterio.
Una cavidad cárstica de ochenta metros, húmeda y oscura
Junto a un grupo de alumnos de quinto de Primaria del Colegio Público Diego de Almagro, la empresa Ruidera Activa dirige el descenso al interior de la caverna. La Cueva de Montesinos es una cavidad cárstica, moldeada por el agua de lluvia filtrada en la frágil y muy porosa roca caliza.
Tiene ochenta metros, paredes de caliza y suelo arcilloso, y en el interior se puede observar la parte más alta del Acuífero 24, que alimenta el llanto de Guadiana y las hijas de Ruidera, por la muerte de Durandarte ante el maleficio del mago Merlín.
Iluminado por unos pequeños rayos de sol que todavía se filtran del exterior, Juan Ponce empieza a desvelar la historia de esta cueva utilizada como refugio desde la prehistoria, aunque la humedad y el agua hayan evitado que quedara alguna pintura rupestre para la posteridad.
Los restos encontrados avalan el amplio pasado de esta cavidad, que dio cobijo durante siglos a los transportistas en tiempos inmemorables, “que cargaban vino de Valdepeñas y queso manchego”, y que ennegrecieron el techo del portal, la conocida como Sala de los Arrieros. El guía explica que la gruta, que incluso llegó a albergar un horno romano, ofrecía las mejores condiciones para pasar la noche, “fría en verano y más calida que el exterior en el invierno“.
La narración de la historia de don Quijote revive el encantamiento
La literatura indica que, con el claro propósito de descubrir todas las “maravillas” que acontecían en este lugar, el ‘caballero’ de La Mancha comenzó a derribar y a cortar las malezas que impedían su entrada a la cueva de Montesinos y que ante el “ruido” y el “estruendo” salieron por ella “infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo”.
Seguro que sirvió para asustar a sus habitantes de alas oscuras durante siglos, pues a pesar de ser conocida por la alta población de murciélagos que llegó a tener, difícil es que la vista encuentre alguno en la actualidad, siempre asustado por el trasiego, y el humano apenas puede ir más allá de localizar algún rastro de excrementos.
Superados los recovecos que crean las grandes rocas tras los Arrieros, el paso a la Gran Sala de Montesinos, en medio de la oscuridad, con la única iluminación que las bombillas de los cascos, envuelve al visitante en fantasía. Aparecen en las paredes algunas estalactitas, muy pequeñas, porque la debilidad de la piedra caliza impide su perpetuación durante siglos, con la cal en la punta y huecas, también llamadas de ‘macarrón’.
El visitante nota la humedad y el suelo resbala. La oscuridad hace que la gruta parezca infinita y la narración de la historia de Don Quijote revive el mismo encantamiento, el prado verde y el palacio de cristal.
El visitante observa la parte más alta del Acuífero
La cueva conquista la mente, hace que la media hora del caballero andante se convierta en “tres días y tres noches”, para niños y mayores, autóctonos o extranjeros, y sin llegar a producir claustrofobia. Causa curiosidad, como el color blanco que baña la roca en las zonas donde ha habido agua y que marca el camino a la Sala de Cristal, porque así acaba la caliza. Sumerge al visitante en un viaje a la misma tierra, a su interior, agradable y fresco, que muy poco tiene que ver con la sequedad propia de estas fechas.
El choque de una piedra al rozar el agua y las ondas creadas iluminadas con una linterna rompen el hechizo para hablar del origen de las Lagunas de Ruidera, que brotan del Acuífero 24, y del “lloroso Guadiana”, el escudero convertido en río que, “cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió”, que volvió a sumergirse “en las entrañas de la tierra”. Un Guadiana que “de cuando en cuando sale”, proporcionando esos ojos y ese caudal tan rebosante que acaba en las aguas del Océano Atlántico tras llenar de fertilidad La Mancha.