El comienzo del nuevo año siempre estimula el recuerdo como balance de final de ciclo que permite al ser humano mirar al futuro. Alfonso López-Villalta, el último molinero de Manzanares, echa la mirada al pasado para hablar del procesado de pitos, almortas y chícharos, oficio centenario ya desaparecido en este mundo cambiante donde la modernización, la sostenibilidad y las nuevas necesidades marcan el devenir del mercado laboral.
Segundo hijo de siete hermanos, Alfonso López-Villalta nació el 21 de noviembre de 1935 en Membrilla y su vida estuvo ligada al Molino Grande del Azuer de Manzanares, hoy convertido en museo, hasta los años setenta. La orden del Boletín Oficial del Estado en base a las directrices marcadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que obligó al cierre de todos los molinos maquileros y de las granjas en los núcleos urbanos, marcó el fin del oficio.
El abuelo del molinero fue el primero de la familia en administrar el espacio de actividad de las piedras soleras y volanderas, propiedad del Marqués de Salinas y del que hay constancia en las relaciones topográficas de Felipe II (1575). Después fue su padre, que lo consiguió en propiedad. De él heredó su espíritu inquieto y la pasión por el trabajo, pues su padre fue además elaborador de vinos, tratante de ganado, tenía cebaderos de cerdos y se dedicó a la compra y venta de cereales.
Desde los 15 a los 40 en la molienda
La calle del Carmen lo vio crecer desde el final de la Guerra Civil española, momento en el que su familia decidió mudarse al pueblo vecino. Su casa estaba entre la ermita de San Blas y el convento de las Monjas de San José, donde fue al colegio y aprendió contabilidad y mecanografía para asumir las riendas del negocio familiar tras el fallecimiento de su hermano mayor cuando era muy joven. López-Villalta recuerda que “desde los 15 hasta los 40 años” estuvo al frente del molino, aunque cuando contaba la treintena empezó a ser empleado del Banco Central de Manzanares, situado en la Virgen de la Paz. Desde entonces, combinaba mañanas de sucursal y tardes de molienda.
El Molino Grande del Azuer llegó a funcionar las “veinticuatro horas del día” en época de mayor actividad, sobre todo desde agosto hasta marzo. Alfonso López-Villalta señala que en una hora podía moler “200 kilos de cereal”, por lo que había días en los que llegaban “hasta los 4.000 kilos”. Poco tenía que ver la recogida del cereal de aquel entonces sin las cosechadoras actuales, con la trilla de aquella época que duraba de junio a agosto. La mejor molienda era la que se hacía con agua, era “más tranquila” que la del molino eléctrico, marcado por los sobresaltos ante la inestabilidad de la energía y porque era muy habitual que se fundieran los plomos.
Conversaciones de paisanos entre chatos de vino y cigarrillos de liar
Por la puerta principal del molino entraban los sacos y los mayores cargamentos que transportaban los carros de varas acababan en el corral. El molinero cuenta que los agricultores llevaban de forma progresiva el grano y que entre uno y otro “fumaban algún cigarrillo de liar” y López-Villalta les agasajaba con “un trago de vino” si tenían que esperar. El manzanareño cuenta que “el agricultor por naturaleza siempre es un poco pesimista: si llueve mucho porque llueve y si no porque no”. Aunque advierte que “no se quejaban de vicio, sino que el campo es así por ley de vida”.
Diferentes generaciones de agricultores y ganaderos pasaron por aquel molino, abuelos, hijos y nietos, casi todos de Manzanares, aunque al final también alguno de Llanos. De otros pueblos aledaños no venían, porque Membrilla y Daimiel tenían su propio molino. Todavía recuerda López-Villalta alguna de las conversaciones que tenía en aquellos tiempos en los que la principal preocupación era “engordar tres cerdos” o “comprar una mula nueva”. Todavía se encuentra con muchos por las calles.
Paseos en barca y domingos de cine
Entre anécdotas de la época, el molinero recuerda el “trasmallo” que ponían a veces en el caz del río, “para coger alguna carpa y lucios” y también los paseos en barca que se daban desde el molino hasta lo que hoy es la vía”. Así pues, el actual caz del río Azuer, que hoy luce restaurado y con una senda iluminada hasta los Paseos del Río, perteneció en su día a la finca del molino. También habla de los paseos en bicicleta hasta el molino con sus primos cuando tenía ocho años, del despacho que pusieron a las mujeres de los obreros en Membrilla para que despacharan harina y el “blanqueado” con cal de las paredes del molino que realizaban cada dos años, para dejarlo impoluto “tal y como está ahora”.
Los domingos el molino cerraba y al hablar de su tiempo libre, Alfonso López-Villalta describe una excelente estampa de la época. En el día del Señor lo primero que había que hacer era ir a misa y después tomar unas cañas o vinos con la familia y los amigos. Aunque el gran momento del día era por la tarde, cuando los manzanareños acudían a uno de los tres cines para ver las películas de Cantinflas y del oeste. El manzanareño recuerda como en una película en blanco y negro el cine del Gran Teatro, el Cine Cervantes y el Cine de la Avenida. El séptimo arte proporcionaba la mayor diversión del día.
Un pueblo “tranquilo”
En los años 50 y 60, Manzanares era “un pueblo pacífico y tranquilo”, en el que “todo el mundo vivía de la agricultura”. La feria de verano y la Semana Santa estimulaban el bullicio anual y la Navidad nada tenía que ver con la “parafernalia” actual de luces y árboles de cintas. En las casas, López-Villalta indica que “solo se ponía el belén”, en el molino como zona de trabajo no había decoración, y lo que gustaba era tocar la zambomba para cantar unos cuantos villancicos, siempre en familia.
Mucho tiempo ha pasado desde que las aventadoras y las piedras volanderas dejaron de funcionar y la nostalgia invade a Alfonso López-Villalta al recordarlo. En la actualidad, solo Harinas Simón elabora harina de pitos y la asimilación por parte del último molinero a los nuevos oficios muestra la capacidad de reconversión y adaptación a los cambios de los vecinos de esta tierra.