Aperos de labranza, aventadoras del grano, cedazos para clasificar la harina y piedras volanderas apelan a la memoria de los antepasados en un edificio de muros encalados y vigas de madera que surgió a la vera del río Azuer dispuesto a aprovechar las riquezas de esta tierra de “pan llevar” rodeada de siembras de trigo y almorta.
El Museo del Molino Grande de Manzanares ofrece un viaje al pasado, a las raíces de La Mancha, la que hasta hace poco veía arados de vertedera en los campos, contaba granos en fanegas antes de llenar el celemín del molinero y que era capaz de surtir ganaderías, cocinas y confiterías con las harinas producidas con unos sencillos sistemas de poleas en madera movidos por el agua.
Las primeras referencias documentales del Molino Grande del Azuer halladas están en las relaciones topográficas de Felipe II en 1575, aunque podría ser anterior, de la Baja Edad Media. Gloria Patón, técnica de museos y guía hacia los orígenes de Manzanares, explica que “el río Azuer llegó a tener hasta 38 molinos de agua” a lo largo de los 109 kilómetros de cauce.
Nada tenía que ver el afluente del Guadiana en el siglo XVI con el de hoy en día, que apenas ha llevado agua en los últimos años. Entonces era muy caudaloso, tanto que “la Orden de Calatrava creó un cauce artificial para bifurcar el agua y sacar más beneficio”.
Desde entonces, la “madre vieja” del río sigue hacia el Puente de los Pobres y desde el Calicanto surge un ramal de la “madre nueva”, en la actualidad de forma subterránea a lo largo de los Paseos del Río, hasta llegar al molino hidráulico. Los paisanos llamaron el espacio situado entre el río y el caz artificial la “huerta del río” o la “isla verde”.
Los molinos del Azuer
Desde el corral, donde los cantos del paraje conocido como La Bachillera tapizan el suelo, Gloria Patón cuenta que Manzanares llegó a tener cinco molinos de agua: el Molino Chico o de Mansilla, el Molino de Don Blas Quesada –uno de los fundadores del convento de las Concepcionistas Franciscanas Descalzas-, el Molino de las Carniceras –de las monjas de clausura-, y el del Torreón de Moratalaz –que duró poco-.
Con dos piedras para procesar el grano, el Molino Grande fue “el mayor, el más cercano a la población, el mejor conservado y el que estuvo más tiempo en activo”, hasta que la orden del Boletín Oficial del Estado en base a las directrices marcadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) obligó al cierre de todos los molinos maquileros y de las granjas en los núcleos urbanos. Alfonso López-Villalta, el último molinero, que ahora posa con gran alegría ante las fachadas restauradas, protagonizó los últimos días en funcionamiento.
Detalles de otra época inundan la mente del visitante tras irrumpir por el portón. La vista para en el pozo excavado a mediados del siglo XX, también en una pequeña pila que utilizaban los molineros para lavar los cacharros de cocina y en una piedra volandera, “el símbolo del molino”.
Tierras de mieses y labranza
La guía indica como curiosidad que en el muelle de carga hay varias piedras que pertenecieron al castillo de Pilas Bonas, antes de pasar al porche donde fotografías en blanco y negro de Torres Lafont desatan la imaginación. Aperos de labranza, como un arado de vertedera, un arado de mano y una trilla aparecen junto a dos joyas en este museo etnográfico: una aventadora y un carro de varas, según confiesa Gloria Patón, “que llama mucho la atención al público infantil”.
La era de la tecnología y la mecanización del campo ha borrado de un plumazo los usos tradicionales, pero Patón avisa que estos artilugios han sido habituales en el campo “hasta bien entrado el siglo XX”. Ya existían cuando la familia López-Villalta arrendó el molino en 1890 y todavía se utilizaban cuando lo compró al Marqués de Salinas en 1948.
Alfonso Lopez- Villalta, que se dedicó en cuerpo y alma al molino durante 25 años, destaca que “las cosechadoras y los tractores llegaron a España en los años 60, pues antes mulas y carros surcaban las eras”. La mayoría de los elementos expuestos son fruto de donaciones y la guía confiesa que todavía es habitual encontrarlos en casas de campo, como muestra del amor por la conservación del patrimonio agrícola y ganadero en este municipio que también tiene un museo dedicado a la tradición del queso.
La molienda
Trigo, cebada y centeno. Manzanares fue una “tierra de pan llevar” dedicada al cultivo del cereal, donde la harina era “un bien muy preciado”, al igual que el acceso al agua, que aseguraba la molienda. Por eso en la antigüedad los molinos siempre estuvieron vinculados a gente pudiente.
Del trabajo del molinero dependía en buena medida la alimentación de los paisanos y sus animales, de granjas de cerdos y vaquerías, y así lo recuerda Alfonso López-Villalta, encargado de producir cada año “10.000 kilos de harina de pitos o almorta”, para las gachas que comían gran parte de las cuadrillas en tiempo de vendimia, aparte de la elaborada con otros granos.
Ese calificativo que apareció en una carta de venta del siglo XIV ha inspirado la siguiente sala del museo, donde el último molinero explica su oficio en una proyección audiovisual y donde aparece una reproducción de un interesante plano de 1616, a partir del original elaborado por Esteban de Perola y conservado en el Archivo Histórico Nacional, una oportunidad para situar el río, el caz, el molino, los puentes y las acequias de las huertas.
Al molino tambien llegaban leguminosas, como el guisante. El museo permite diferenciar los granos, las harinas y las unidades de medida, como el celemín, “la cantidad de grano que se quedaba el molinero por su trabajo” y que equivale a “una doceava parte de cada fanega, unos 3,6 kilos, un 10 por ciento de la producción en algunos casos.
De ahí viene el término “molinos maquileros”, que hace referencia a la “maquila”, el tanto por ciento que conseguía el molinero por su trabajo en especie, no económicamente, algo habitual entre los agricultores. También hay un recipiente de “media fanega”, que equivale a la cantidad de grano necesario para sembrar media fanega de terreno, “unos 43 o 44 kilos”.
El corazón del museo
Familiarizados con los aperos, los volúmenes y la geografia hidrologica, el visitante del Molino Grande ya está preparado para contemplar la maquinaria, no sin antes pasar por las cuadras y la vivienda, con la cocina de los años 50, la cama de lana de borra, los arreos de las mulas colgados, la chimenea y el barril del agua, todo con piezas originales.
El suelo del corazón del museo “podría tener 300 o 400 años de antigüedad”, un mosaico de piedras soleras y volanderas sobre las que reposa la maquinaria en madera de los dos molinos, uno con sistema de cubo y otro con canal, una innovación que funcionaba con menos agua y que era más eficiente. La maquinaria alterna elementos primitivos restaurados con otros reproducidos en la actualidad por el Ayuntamiento de Manzanares como responsable del proyecto museístico.
El funcionamiento del molino era muy sencillo, según explica Gloria Patón: “el agua entra al cubo por los cárcavos y mueve un rodezno o rodete (rueda horizontal) unido a un eje que llega hasta la piedra volandera, sobre la piedra solera fija, lo que permite moler el grano”. En la misma sala del conocido como “molino de invierno” hay un aparato para limpiar el trigo y el cedazo, una máquina con una malla para tamizar la harina que iba para consumo humano y que dividía la harina de flor para la repostería, con la harina de pan, el salvado –hoy harina integral-, la cáscara que aprovechaban los cerdos y las gallinas, y la hoja que acababa en los estómagos de los ruminantes.
Como curiosidad, la guía también señala el sistema de medias lunas que existía para mover las piedras, “que llegaban a pesar entre 600 y 2.000 kilos”, y que todos los años los molineros tenían que pulir para que conservaran las hendiduras necesarias para hacer la molienda. La restauración del molino ha sido tan fiel, que parece que los molineros van a entrar con las mieses para ponerse manos a la obra.
De invierno y verano
Almazara de aceite mucho antes, junto al “molino de invierno” aparece otro eléctrico en una nave utilizada sobre todo en época estival a partir de las restricciones de agua que empezaron a exisir en el río Azuer a partir de los años 50. La envergadura de la maquinaria y los sistemas para mover el grano desde la tolva al cedazo refleja las inversiones realizadas por la mecanización en este molino que hasta 1975 fue centro de venta de harina para los cebaderos de cerdos y vacas que tenían los carniceros de la ciudad.
El molinero explica que eran los encargados de surtir “trigo y piensos para explotaciones de hasta 300 cerdos y 120 vacas”, hasta que los silos y la Fábrica de Harinas absorbieron toda la producción. La familia López-Villalta no solo molía el grano de los agricultores, sino que lo compraba, almacenaba, transformaba y vendía.
Más de 2.000 visitantes
Desde la antigua cámara, junto a unos paneles sobre la evolución de la molienda y los tipos de molinos, las dos maquetas de los dos hidráulicos horizontales que sobreviven en Manzanares pone el cierre a un museo que ha sido capaz de movilizar en tan solo cuatro meses a más de 2.000 personas, “el 85 por ciento vecinos de la ciudad”.
Adquirido en 2011 por el Ayuntamiento de Manzanares, tras la donación del artista Juan Antonio Giraldo, que fue el último propietario, el Museo del Molino Grande ha generado una gran expectación, que ha ilusionado “a abuelos encantados de volver a entrar donde molían el grano, de contemplar los elementos que forman parte de sus recuerdos”, “a gente que siempre había pasado por la puerta y nunca había entrado”, “a niños para los que un carro es toda una sensación” y al último molinero que veía como el paso del tiempo borraba de la historia su vida. Con esta apertura, el Ayuntamiento de Manzanares afianza su proyecto turístico de “ciudad de museos”, que incluye cuatro espacios con acceso gratuito.