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De cuando el barro nos llegaba a los tobillos - Episodio 10: Atletismo

Mateo Gómez Aparicio: Una zancada que forjó el atletismo en Castilla-La Mancha

"De cuando el barro nos llegaba a los tobillos – Episodio 10: Atletismo" bajo la mirada de Mateo Gómez, que corrió antes de que existiera el camino

Mateo Gómez Aparicio / Elena Rosa
Mateo Gómez Aparicio / Elena Rosa
Javier Lebrón / CIUDAD REAL

En el corazón de la España de los años 60 y 70, cuando el atletismo era apenas un susurro en tierras sin pistas deportivas ni apoyo, comenzó a forjarse una historia de pura determinación. Entre la escasez de infraestructuras y las dificultades para practicar deporte, figuras como Mateo Gómez Aparicio emergieron, no por la facilidad del camino, sino por la inevitable llamada de la carrera.

Con cada zancada, estos espíritus incombustibles no solo desafiaron las precarias condiciones de su época, sino que sembraron las semillas de lo que hoy es el atletismo, abriendo un camino imborrable para las generaciones futuras.

El contexto histórico del atletismo en España y en la provincia

En la España de los años 60 y 70, el atletismo en nuestra provincia y también en la región era una quimera: una tierra sin pistas, sin entrenadores y casi sin conciencia de que el deporte pudiera ser algo más que un pasatiempo de fiesta mayor. Y aun así, hubo quienes practicaban el atletismo. No porque fuera fácil, sino porque era inevitable, iba en los genes. Posiblemente, hoy día, a muchos de ellos, los psicólogos escolares los clasificarían como hiperactivos. Mateo Gómez Aparicio fue uno de esos espíritus incombustibles.

«En los años 60 todo era escaso en todos los ámbitos sociales. Las infraestructuras deportivas no eran una excepción en nuestra provincia. A nivel organizativo, todo el deporte dependía de la Secretaría General del Movimiento, a través de la Delegación Nacional de Deportes de entonces». Lo que hoy sería le CSD.

La única pista de atletismo en toda la provincia de Ciudad Real en los años 60 era la de Educación y Descanso, una instalación construida con fines recreativos y sociales por el aparato franquista. La pista era de ceniza, y «su uso estaba reservado principalmente para competiciones señaladas, por ejemplo el primero de mayo».

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Equipo de Ciudad Real con el mono típico de los Juegos de la Mancha / M. Gómez Aparicio

En ese contexto, las instituciones del régimen se convirtieron en las únicas vías de acceso al deporte. No por ideología, sino por ausencia de alternativas. Las actividades deportivas eran organizadas por Educación y Descanso, la OJE (Organización Juvenil Española) y la Sección Femenina.

Fuera de esas estructuras, simplemente no había deporte. Competir o entrenar dependía más de estar en el circuito institucional que de las propias cualidades del atleta.

«El deporte, al igual que el resto de actividades, tales como la educación, la cultura, etc., vivía la realidad social del momento», reflexiona Mateo con la perspectiva que solo da el tiempo. «Las zonas del interior peninsular, salvo Madrid, tenían una enorme carencia en infraestructuras deportivas», apuntaba.

Mateo recuerda que las llamadas «Cátedras Deportivas, que se pusieron en funcionamiento en nuestra provincia a principio de los años setenta e intentaron establecer, con buen criterio, una estructura deportiva a nivel de localidad». Muchas veces se quedaron en un quiero, pero no puedo; otras, las menos, permitieron a muchos jóvenes acercarse al deporte.

La provincia, a finales de los sesenta, era un desierto para el atletismo, un páramo donde los talentos debían surgir por pura voluntad. Aquellos atletas que se dedicaban a pruebas más técnicas, piénsese en concursos, saltos, velocidad, lo tenían mucho más difícil. Los fondistas lo teníamos claro, nuestra planicie era nuestra particular pista de atletismo.

Y llegados a este punto, Mateo recuerda el nombre de tantos otros que, como él, «han puesto como pioneros del atletismo provincial su grano de arena: el incombustible Sánchez Menor de Puertollano, Juan Carlos Rodríguez “Anete”, Pablo Lozano, Emilio Villarino, su propio hermano Miguel Gómez Aparicio, Fernando Antequera, José Antonio Valmaseda de Malagón, Vicente Ruiz en Valdepeñas, Ángel Horcajadas de Almagro, José María Calahorra.  Después vinieron otros, como Layos de Puerto Làpice, Antonio Serrano de La Solana, cuando el camino estaba ya mas allanado».

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Equipo de atletismo de Ciudad Real con Mateo en el centro / M. Gómez Aparicio

A cada zancada en la memoria, a Mateo le vienen nombres nuevos: «Leandro Aceña de Manzanares, José Luis Pérez Ayala y su hermana Prado, Pedro Funez de Almadén, a los hermanos Pérez de Carrión, o la gran Caridad Ortega de Valdepeñas». En una historia de tantos kilómetros, son muchos recuerdos compartidos, mucho vivido.

Inicios y descubrimiento: La casualidad como punto de partida

Mi primera carrera fue en el año 67, yo tenía 16 años. Primero de mayo. Corrí un 3000 en la pista de ceniza de Educación y Descanso.  La única de la provincia. No había entrenadores, ni calentamientos reglados, ni materiales. Solo la carrera. Y él. Y una pasión que no necesitaba de manuales.


«Quedé en segunda posición. Mi entrenamiento había sido, como todo chaval de la época corriendo detrás de un balón. Aquello me enganchó, no me pregunten porqué». Ahora, además de correr tras un balón, «daba vueltas a la era donde jugábamos al futbol».

Al año siguiente, primero de mayo, «debuté en mi segunda carrera. Esta vez eran 5000 metros. Salí y gané. Y tuve la suerte de que estuviera allí Rubén Camacho, un atleta de Manzanares que estudiaba INEF en Madrid y que venía de correr el maratón representando a España en los Juegos Mediterráneos«.

El azar, la suerte, la fortuna, tal vez alguien diga que la providencia, «el hecho es que Rubén estaba allí y no en otro sitio. Ah, por cierto, le gané. Y mi amigo Rubén, en prueba de agradecimiento, le habló de mí a los directivos de su club: El CD Maratón de Madrid».

Mateo cuenta que «me invitaron a Madrid a competir en la pista de tartán de Vallehermoso. Cinco mil metros con la élite del atletismo nacional. ¿Han oído hablar de Mariano Haro, Javier Álvarez Salgado?  Allí descubrí que las zapatillas de atletismo tienen clavos. Yo corría con mis zapatillas de siempre, marca “la cadena”. «No lo debí hacer mal, porque el CD Maratón me fichó«, sentenciaba.

Y Mateo se fue a Madrid. A la capital donde sí había clubes, donde el atletismo era otra cosa. Un salto al vacío que lo llevaría a descubrir un mundo que en su provincia no existía. Y tuvo acceso a entrenadores, infraestructuras y material deportivo.

Del talento a la disciplina

Mateo no era un atleta cualquiera. Tenía un talento natural y la disciplina y la perseverancia que lo llevarían lejos.

Mateo sobresalió en pruebas de fondo: 5000, 10000 metros y maratón. Corrió los 5000 metros en 14 minutos y 38 segundos, una marca notable para la época. La clave no era solo la velocidad, sino la estrategia, el sufrimiento medido.

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Recibiendo un trofeo en Bolaños / M. Gómez Aparicio

En 1969, con 18 años, fue convocado para la selección española, un sueño impensable para un chaval de provincia. En 1970, con 19, fue subcampeón de España sub-20. Su carrera despegaba.

En 1975 fue campeón de España de Maratón. Y durante ese intervalo de tiempo, dos veces campeón universitario nacional de campo a través; en dos ocasiones campeón europeo universitario de campo a través y cuarto puesto en un mundial de la categoría. En su palmarés hay más de ciento cincuenta carreras ganadas.

El regreso a la provincia: un puente entre dos mundos

Después de su etapa en Madrid, Mateo regresó a Ciudad Real por motivos laborales. No se retiró, sino que asumió un nuevo rol: el de catalizador, el de puente entre el atletismo que había conocido y la promesa de lo que podía ser en su tierra. Siguió compitiendo, sí, pero también empezó a sembrar.

Fue también la época en que las concejalías de deportes comenzaron a organizar carreras populares en fiestas patronales. Aquellos eventos, sin carácter oficial, reunían a pueblos enteros. «Loable es lo que hicieron los torralbeños con la Media Maratón», que Mateo ganó en cinco ocasiones. Una prueba solo superada en antigüedad por la Carrera del Pavo de Ciudad Real.

Carrera Pavo
Fotografía de una Carrera Pavo / M. Gómez Aparicio

Mateo recuerda esa época con especial cariño. No tanto por lo que se ganaba, sino por lo que se generaba: un invaluable sentido de comunidad, una ilusión compartida, una identidad colectiva que trascendía la meta. Las carreras populares no eran solo competiciones; eran encuentros, puntos de inflexión.

«Las carreras populares eran como fiestas. La gente se juntaba, se animaba. No importaba el tiempo que hicieras, sino que salieras a correr, que te divirtieras. Eso era lo importante.»

Y el futuro…

Mateo Gómez Aparicio ha sido un testigo privilegiado de la evolución del atletismo en España y en la provincia. Una evolución que ha ido de la escasez a la abundancia, de la informalidad a la profesionalización. Sin embargo, en esa transformación, «advierte sobre los peligros de perder la esencia, los valores que el deporte encierra».

Para él, el deporte no es solo una cuestión de resultados o de marcas. Es una escuela de vida, un espacio para forjar el carácter, para aprender a superar la frustración, para entender que el esfuerzo es el camino.

Por eso nunca idolatró. Ni antes ni ahora. Admira la constancia, no la fama. La humanidad, no el marketing. Le preocupa que el deporte se haya mercantilizado tanto que ya no se distinga dónde acaba el juego y dónde empieza el negocio.

Y sin embargo, todo eso no le impide emocionarse. Cuando habla de lo que significó representar a España, llevar la camiseta, escuchar el himno, desfilar entre banderas… ahí la voz le cambia. Ahí asoma el niño que empezó en una pista de ceniza con zapatillas playeras, un niño que, contra todo pronóstico, se abrió paso en la élite.

«Recuerdo con especial cariño las veces que salí fuera con la camiseta española. Verte envuelto en el himno, la bandera… entre tantos países. Para un chaval de provincia, de Castilla la Nueva, sin nada… eso era enorme».

Mateo Gómez Aparicio / Elena Rosa
Mateo Gómez Aparicio / Elena Rosa

Lo más importante, quizás, no fue lo que corrió, ni lo que ganó, sino haber estado allí, en el momento justo, con la persona adecuada. Porque a veces, toda una vida se juega en una casualidad, un encuentro que lo cambió todo.

«Estaba ahí, ese día, Rubén Camacho. Me vio correr. Doblé en la pista a un internacional. Y me dijo: ‘¿Quieres venirte a Madrid?’ Si ese día no está, quizás mi vida deportiva hubiera sido otra. Fue pura casualidad».

Mateo no presume. No se pone etiquetas. Dice que llegó donde llegó porque tenía esas condiciones. Pero la verdad es que hizo mucho más que eso. Corrió cuando nadie corría. Ayudó cuando nadie ayudaba. Y abrió camino para que otros, después, pudieran correr más lejos y más libres.

Y entonces, sin adornos, sin épica gratuita, Mateo pronuncia la frase que, para él, resume toda una vida dedicada a la zancada y al camino abierto:

«La persona a la que se le ha regalado un talento está obligada con la sociedad y con ella misma a dar más de lo que se le ha dado.»

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