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La Arzollosa: paisaje y tradición popular

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Volcán de la Arzollosa en Piedrabuena / N. V.
Noemí Velasco / PIEDRABUENA
El volcán ha marcado el devenir de la tradición popular y la forma de vida. No es casualidad que las tierras pedregosas inspiraran el nombre del pueblo, ni la gran extensión de campos de cultivo, ni que los edificios emblemáticos están construidos con el material de las coladas

L as almendras silvestres han brotado en los arzollos que motean el cono de ochenta metros del volcán hasta el cráter. José Ortega, vecino de Piedrabuena, pintor y apasionado de la historia, cuenta que “en el municipio solo hay arzollos aquí y en el volcán de El Pozuelo”. Dice que cuando era pequeño los niños recolectaban en otoño los frutos y los vendían en una tienda que había cerca del Castillo. Las cocían y las quitaban el amargor. “Ahora no se las come nadie”, y son las cabras y las ovejas las únicas que aprovechan las ramas.

Los volcanes de Piedrabuena han moldeado el paisaje y marcado el devenir de sus gentes, su forma de vida, su tradición popular y sus leyendas. No es casualidad que las tierras pedregosas de origen volcánico inspiraran el nombre del asentamiento, ni que sus habitantes hayan utilizado durante siglos los materiales de las coladas de lava para construir viviendas y edificios emblemáticos. Tampoco es casual la gran extensión de huertos y campos de legumbres en los negrizales.

Desde la Arzollosa hasta el arroyo de Valdefuentes: cuatro kilómetros de lava. En la cima del volcán de 781 metros de altitud, Ortega explica que hace millones de años el magma fue “hacia el oeste y hacia el sur”, fue como una ola gigante que se extendió de forma uniforme por el terreno. Creó una montaña que los piedrabueneros tildan de “cordillera” y entró hasta el mismo pueblo, “por el cementerio hasta la iglesia de la Asunción”. Solo tuvo una “culebra de fuego”, que dio lugar al barranco donde está la popular fuente conocida como El Caño.

Entre fuentes crecen los pistachos

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Un paisano recorre seguido por su perro el volcán de la Arzollosa / N. V.

Muy numerosas, las fuentes aparecen desperdigadas a pocos kilómetros del casco urbano y “hay lugares que se llaman hontanar”. Ortega señala que “la lava produjo unas cavidades en el subsuelo” donde acaba el agua de lluvia, que resurge en forma de fuentes por todo el terreno. “Todas nacen del volcán y son de agua potable”, añade. La más grande es El Caño, que marca el peregrinaje de vecinos cargados de garrafas.

Campos de cultivo perfilan el paisaje a los pies de la montaña. Los arzollos aparecen en algunas lindes, entre pequeñas parcelas aradas que dejan ver los tonos oscuros de los negrizales y otras verdosas donde despuntan las siembras. La abundancia de agua y las propiedades de la tierra propiciaron hace siglos la localización de cultivos en este entorno. José Ortega señala que “la tierra volcánica es muy buena para las legumbres, los garbanzos y las lentejas, aparte para los huertos”. La fertilidad de los suelos ricos en minerales ha permitido que haya hasta cultivos en lo alto de los montes.

Para el trigo y los cereales “no es tan buena”, pero sí para nuevos cultivos como los pistachos. “Las pistacheras salvajes de Piedrabuena no están en las zonas volcánicas, sino que la mayoría se sitúan en el monte Jaralejo”, explica, al mismo tiempo que señala, como curiosidad, que la flor de estos árboles desarrolla una malformación que parece un cuerno de cabra, motivo por lo que los paisanos los conocen como cornicabras.

Antes de volver la vista al volcán, José Ortega advierte que en Piedrabuena también hay fuentes de agua agria, en la ermita de San Isidro, en El Soto y en la Tabla de la Yedra del río Bullaque. En algunos puntos del municipio los pozos dan a aguas ferruginosas, que arrastran hierro y gases propios de la actividad volcánica de la zona. La “gente mayor” habla además del baño termal de Santa María, donde han localizado restos romanos.

En invierno cuaja la nieve

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José Ortega explica las peculiaridades del volcán de la Arzollosa en uno de los puntos donde más visible es la piedra volcánica / N. V.

Pero el volcán de la Arzollosa, catalogado como Monumento Natural dentro de las áreas protegidas de Castilla-La Mancha, generó hace décadas interés para la minería y en su lado sur hay una pequeña galería “de unos diez metros” que excavó un paisano después de la guerra porque su mujer soñó que iba a encontrar oro en el lugar, como recogió un cantar de las murgas del carnaval.

En la Arzollosa hay retamas y hierba normal entre piedras propias de los derrames lávicos, pero hay pocas encinas, tampoco olivos, muy característicos en los campos del municipio. En invierno, José Ortega destaca que “es el único lugar donde la nieve cuaja siempre, en el volcán, ni siquiera en la Sierra de la Cruz, que es más alta”. También pasa en la Encebra, los tres volcanes localizados en la sierra que hay entre Picón y Piedrabuena. Para llegar, solo hay que coger uno de los caminos que surcan las coladas de la Arzollosa hacia el este.

Los desconocidos

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Arzollos en el entorno y el cono del volcán de la Arzollosa de Piedrabuena / N. V.

Desde el icónico volcán de Piedrabuena, José Ortega divisa el de La Chaparra, donde está situado Muebles El Puente, y confiesa que es uno de los “grandes desconocidos de la población”, pese a estar a un kilómetro del casco urbano. “Al llegar la lava al arroyo de Valdefuentes, el enfriamiento produjo que las coladas fueran tan altas”, explica. De hecho, la solidificación de la lava creó el cerro donde hoy está la residencia de ancianos.

Aún menos vecinos conocen el volcán de Peñas Negras, que está situado en una finca privada; el más alto, Cabeza Parda, con 897 metros de altitud; o El Berrueco, “el más parecido a este”. Allí, sin embargo, no nacen arzollos, “sino acebuches, olivos salvajes, de aceitunas muy pequeñas”. También es parecido el volcán del Pozuelo, aunque en pequeño, frente a los más grandes que hay en las fincas del Rosario y El Castaño.

No todos los volcanes son de montaña, “algunos son planos y luego están los maares, que hacen un agujero, como si se les tragara la tierra”. José Ortega apunta con el dedo a la Sierra de la Cruz, donde cada noche el emblema cristiano ilumina el pueblo en la cumbre, y abajo a la cavidad que existe en un flanco. Cuentan que un matrimonio subía a la montaña cuando empezó a quemar el suelo y así fue durante semanas. Al otro lado de la sierra está el maar del Lucianego en el paraje de Valdelobillos, fuera de los límites estructurales de la Hoya de Piedrabuena.

Sillares y adoquines de derrames lávicos

Y mientras un paisano recorre el volcán seguido con su perro, los pasos de José Ortega acaban en uno de los puntos donde se aprecia el color negro y rojo de la piedra volcánica, probablemente por un desprendimiento. Para los habitantes del lugar este color no es llamativo porque estas piedras han servido durante siglos para construir los tapiales de las casas y los adoquines en las calles. En Piedrabuena, las escorias decoran los monumentos y aparecen como sillares en edificios históricos, como el castillo de Mortara. Sin apreciarlo en muchos casos, las gentes de Piedrabuena conservan un tesoro que explotar a nivel turístico, tanto por su interés natural, como urbano.

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