A mí me sonaba a música celestial, no sólo porque ella convertía en música cuanto decía, sino, sobre todo, porque el hombre junto al que abría los ojos era yo. Suena increíble, pero no he dicho una verdad más grande en mi vida. ¿Qué méritos reunía yo para que Dora se fijase en mí y decidiese compartir conmigo su cama y su mundo? Como ella misma decía a menudo: No preguntes tanto, cariño.
Conocí a Dora sobre el escenario de un pub en una ciudad de paso y en fiestas. Siempre me ha gustado la música country y no pude resistirme al reclamo del afiche en la puerta del local que anunciaba a una tal Miss Country. Por si ello no fuera suficiente, la foto que aparecía en el anuncio mostraba a una belleza de larga cabellera rojiza sobresaliendo bajo un sombrero de cowboy y de pecho exuberante que se mostraba con generosidad. Hay decisiones que llegan solas y aquella respondía a la especie: entré en el local y sentí el pálpito de las ocasiones memorables. Pedí al camarero un Cardhu y me dispuse a aguardar a la Miss. Había expectación en el ambiente.
Se abrió un teloncito y apareció sobre el escenario. Pensé que aunque aquella monada no hiciera otra cosa ya estaban amortizados los quince pavos del Cardhu. Aquella mujer irradiaba magnetismo. Y lo digo yo, que algo sé de física. Y de mujeres. Pero lo que siguió a continuación no le fue a la zaga: una voz que respondía a los cánones del country, pero que bien podía haber entonado blues, góspel, soul o cualquier variación del género espiritual. Estuve flipando durante la hora y media de concierto. Y como yo, el gentío que llenaba la sala, salvo cuatro esquinados que nunca faltan. Así que me dije, tío, tienes que conocer a esta chica. Añadí otro par de whiskies a los ya trasegados para engrosar la minuta y ganar la voluntad del camarero, que parecía ser el mandamás. El procedimiento funcionó: me presentó a Dora como un amigo de la infancia.
De este modo comenzó la etapa más dichosa de mi vida. Junto a ella las demás mujeres pasaban desapercibidas y los demás deseos mundanos retrocedían a un segundo plano. Nada más estrechar nuestra relación me advirtió que toleraba todas las flaquezas humanas salvo la traición: Cuando sientas la tentación de acostarte con otra mujer, hazlo. Y acto seguido vienes y me lo cuentas. Porque eso mismo haré yo. Por toda respuesta le juré que al fin había entendido el significado del amor eterno. Soltó una carcajada, tomó mi rostro entre sus manos, me besó apasionadamente y añadió: que te sea larga la eternidad. Era de frases lapidarias, la condenada.
Llegamos a intimar de veras. Me confesó su nombre completo, Adoración Reina Pinés. Tenía su genio y cuando la ocasión lo requería era más borde que el largo de la piscina olímpica. Y un sentido del humor no exento de dulzura: la gente que le caía bien estaba autorizada a llamarla por el diminutivo de su nombre, Dora, pero no por el nombre completo porque, decía, le recordaba la adoración nocturna de sus años de internado. También podían llamarla por el primer apellido, porque se consideraba reina, si bien destronada. Me aseguró que era licenciada en Filología Inglesa y la creí porque bastaba con apreciar la pronunciación de sus canciones. Había impartido clases de inglés un par de cursos en enseñanza secundaria pero pronto advirtió que esa actividad resultaba incompatible con su auténtica vocación. Alternaba la música country con actuaciones de vocalista en una orquesta denominada The King Boys, que se prodigaba en ferias y verbenas y le permitía exhibir un amplio registro musical: pasodobles, boleros, salsa y cuanto estimulaba al personal verbenero para lanzarse a la pista de baile. Justificaba este desaire al country con otra de sus frases favoritas: Primum vivere deinde philosophari. Y yo, zalamero: qué quiere decir, Dorita… Y ella, a lo suyo: No preguntes tanto, cariño. Se encastillaba y no había forma de que bajase el puente levadizo.
Había levantado un altar a sus ídolos del country, con tres sitiales: en el central y más elevado reinaba Dolly Parton, a su diestra, Johnny Cast, y su siniestra, Roy Orbison. Para romperse la camisa, decía ella. Y yo, lo de la camisa ¿no es del flamenco? El arte está formado por una red de vasos comunicantes, zanjaba ella la cuestión. Nuestras buenas noches de intimidad estaban precedidas de una larga sesión con los mejores del género. Desfilaban los del altar y una larga comitiva en la que no faltaban Kris Kristofferson, Frankie Laine, Willie Nelson, Billy Swan, Tammy Wynette y un largo etcétera. Dora cerraba los ojos y se transportaba a un lugar donde yo era incapaz de seguirla. Volvía transfigurada y me apremiaba, anda, vamos a la cama. Aseguraba que para cantar bien el country era imprescindible ser pechugona y albergar buenos sentimientos. Y a mí me sobra lo uno y lo otro, aclaraba. Y remataba las frases lapidarias de su catálogo, afirmando que en el mundo solo hay dos sitios que merezcan la pena: el escenario y el lecho, los demás son lugares de paso. Humildemente, creo estar en condiciones de atestiguar que Adoración Reina Pinés, Miss Country, lo daba todo en los dos lugares de su preferencia.
Ya digo. Los años pasados con Dora fueron los mejores de mi vida. Y no fueron pocos, veintiuno exactamente. Al final de todo ese tiempo, estábamos como el primer día, la noche en que el Cardhu estuvo a punto de dar al traste con la velada. Una madrugada se marchó, para mi sorpresa. Tengo para mí que ni ella misma lo presintió. Con todo, siguiendo sus principios, me cuesta perdonar que no me advirtiese de su partida, que no me contara su marcha con tiempo de poder hacerme a la idea.