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29 marzo 2024
ACTUALIZADO 07:00
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      • Oración y Juicio de Cristo / F.Navarro
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      Imagen de archivo del juego de 'Las caras' de Calzada de Calatrava / Vox
      Ricardo Chamorro, Milagros Calahorra y Emilia Martín, hermano mayor de la Flagelación
      • Cofrades y fieles en el templo / J. M. B.
      • LA Virgen del Mayor Dolor / J. M. B.
      • El Cristo estaba preparado /J. M. B.
      • Se realizó el Viacucis en el templo / J. M. B.
       Lanza
      El presidente de la Diputación -c- con la Hermandad del Ecce Homo (Pilatos)
      Hermanos y fieles lamentan la suspensión / Antonio López
      Armaos en la Ruta de la Pasión Calatrava en Aldea del Rey / Elena Rosa
      Imagen de Nuestro Padre Jesús de la Bondad en su salida de 2023 / J. Jurado
      Hermandad Nuestro Padre Jesús del Perdón Miguelturra
      Los fieles acudieron a orar al Nazareno / Elena Rosa
      El Guardapasos se llenó de fieles este Jueves Santo / Elena Rosa
      La Hermandad de la flagelación tampoco pudo salir en procesión / Elena Rosa
      Hermanas del Silencio que iban a acompañar a la Virgen / J.M. Beldad
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Gabriel y Nariza, el pan artesanal de Solana del Pino

de
H. Peco / SOLANA DEL PINO
Pese a estudiar derecho y especializarse en derecho laboral, Gabriel apostó por volver a su Solana del Pino natal, acompañado por Nariza, para hacerse cargo de la única panadería de la localidad. Desde hace un año y medio sus madrugadas y su trabajo, permiten que el pueblo siga oliendo a pan recién hecho, dando un servicio que debía ser cuestión de Estado.

Son poco más de las ocho de la mañana. En Solana del Pino todo está en calma y ya empieza a hacer calor. En las calles tan sólo hay un par de mujeres pasando el cepillo en sus puertas, cercanas a la plaza central. Todo está en silencio, incluso las campanas de la Iglesia, que habrán sonado hace unos minutos anunciando la nueva hora.

A escasos metros de la Iglesia, empieza a oler a pan recién hecho y eso es señal de la llegada del nuevo día, aunque la panadería permanecerá cerrada hasta las 9.00 horas, cuando los primeros parroquianos se den su paseo matutino y recojan su chusco y sus magdalenas, como parte de la rutina diaria.

Hay olores que siempre se celebran, como el del pan recién cocido, o como el del café recién hecho. Y aquí, en Solana, el primero de ellos lleva el nombre de Gabriel Adán y Nariza Halupit, que son los que más madrugan en este pequeño pueblo de poco más de cien habitantes, que espera la llegada del verano para sentirse vivo y para recuperar la alegría de las nuevas caras que siempre acaban por regresar.

Para Gabriel y Nariza, los días comienzan antes de las cinco de la madrugada. Viven a escasos metros de la panadería que regentan, lo que les permite apurar un poco más el sueño desvelado al que tuvieron que acostumbrarse sobre la marcha. “Fue uno de los grandes cambios a los que tuvimos que adaptarnos cuando empezamos el negocio. En España habitualmente nos acostamos tarde y madrugar lo entendemos como levantarse a las ocho de la mañana”, relata Gabriel.

Cuando todos duermen, ellos abren su tahona, que se divide en dos espacios. El más pequeño y por el que se accede, es el despacho donde reciben a sus clientes; tras éste, hay una habitación contigua, que es donde amasan el pan, donde dan forma a sus dulces y donde conviven con un horno gigante, que inunda de calor y de una amplia gama de olores el recinto, que invita a evocar los días de niñez donde volviendo del colegio el premio era comerse la “teta” del pan antes de llegar a casa.

Hay pocos oficios que sean tan generosos como el de los panaderos artesanos, que cada día dan forma a sus panes permitiendo que, horas después, el resto puedan disfrutar de algo tan bueno, y que se valora tan poco, por ser tan común en la despensa.

Pero a estas alturas de texto se habrán preguntado qué es lo que diferencia esta panadería de pueblo a cualquier otra y son básicamente dos motivos: el primero es la calidad de sus productos, que en grandes ciudades se cotizaría al alza bajo la etiqueta de atesanía, de healthy bread, organic bread; o vaya usted a saber. Y la segunda gran diferencia sobre el resto de panaderías rurales es la historia de Gabriel y Nariza.

Gabriel es un chico de treinta y cinco años, nacido en Solana del Pino, donde se ha criado junto a su familia, disfrutando de la naturaleza, de los animales y de los valores autóctonos del pueblo que sólo saben apreciar con profundidad aquellos que han tenido la suerte de disfrutarlos desde pequeños. De niño, su pasión eran las películas de Jackie Chan y Bruce Lee, a los que imitaba ejecutando coreografías de artes marciales y piruetas en el aire, que no eran sino un combate contra la soledad de un pueblo sin niños.

En Solana ha pasado su vida, con un paréntesis que lo llevó a Madrid a estudiar derecho, licenciatura que finalizó brillantemente, especializándose además en derecho laboral para ampliar el abanico de posibilidades laborales a la que parecía abocar su futuro laboral irremediablemente.

“Sí. Objetivamente mi vida estaba encaminada hacia eso. Al final, estar aquí, han sido circunstancias y decisiones, pero evidentemente no descarto ejercer la profesión para la que me he preparado estos años”. Este reto lo comparte con su sueño de ser escritor. “Tengo escrito un libro de ciencia ficción y, si todo sale bien, lo terminaré publicando”, aunque para hacerlo tendrá que sortear la burocracia, que es uno de los traspiés que tiene que driblar a diario como panadero.

Tras varios años sesteando en una profesión donde la oportunidad de tener un contrato es casi nula, periplo que hizo convivir con su papel como concejal en el municipio durante una legislatura, conoció a Nariza en la capital. Ella ya estaba trabajando en Madrid, pero fue la que pensó con la mirada clavada en el horizonte, abriendo la mente para dibujar nuevos escenarios laborales fuera de aquel agobio de coches y hormigón.

“Fue ella la que planteó la posibilidad de buscar trabajo en un pueblo”, narra Gabriel. Consultamos varias páginas webs en las que ofrecían trabajo y casa”. De hecho, explica, “tuvimos varios destinos casi apalabrados”, rememora Gabriel.

Teruel o un pequeño pueblo de Cáceres fueron dos de los primeros puntos que se cruzaron como posibilidades. “Teníamos todo listo para mudarnos tanto en uno como en otro sitio, pero la situación de pandemia y el cierre de fronteras impidió que nos desplazásemos, y ese retraso, hizo que por casualidad surgiese esta oportunidad”, dice Gabriel señalando su espalda.

En plena desescalada, los propietarios de la única panadería de Solana del Pino buscaban traspasar el negocio y es ahí donde los astros se cruzaron y se dio luz verde a un proyecto que, un año y medio después, lucha por seguir abierto.

“Es cierto que aquí no tenemos competencia, pero también es verdad que ser emprendedor en España es muy costoso. Es pagar la cuota de autónomos, los trimestres, las anualidades, el alquiler del negocio y, además, hay que sumar el incremento de los costes de producción actuales que no podemos hacer repercutir sobre el precio final de los productos”, denuncia el panadero.

En este sentido, afirma que “cada día nos toca hacer números para poder equilibrar los balances a final de mes”. La solución debería pasar por considerar cada territorio de una forma diferente a la hora de pagar cuotas e impuestos, porque es una de las únicas fórmulas viables para luchar contra la “España Vaciada”, incentivando que surjan emprendedores que apuesten por quedarse y se creen servicios que permitan que la vida en los pequeños municipios sea más fácil y más confortable.

Servicios como el que ofrece la panadería de Gabriel y Nariza, es fundamental en un pequeño municipio que vive con la espada de Damocles sobre su historia y su futuro.

Un pueblo sin panadería, sin peluquería o sin farmacia, es un pueblo que agoniza; y preservarlos es una cuestión de Estado.

El problema, señala Gabriel, es que “aunque sabemos que servicios como el que nosotros prestamos es la única posibilidad de futuro en nuestros pueblos, muchas veces son los propios vecinos los que no sabemos valorarlo”.

En esta línea explica un caso que le ocurrió hace algunas semanas. “Hace unos días vino un hombre de Madrid a comprar un pan moreno. Cuando le cobré dos euros, me miró con extrañeza y me preguntó si estaba bien el cambio. Yo pensaba que se le hacía caro y ocurrió lo contrario. Me miró y me dijo, “allí en Madrid primero no encontramos este pan, y si lo hacemos por menos de cinco euros no lo tenemos”. “Si aquí se nos ocurre cobrar eso, tenemos que cerrar mañana mismo”, sentencia.

Por su parte, Nariza es la cara sonriente de la panadería. Trabajadora incansable, servicial, siempre atenta. Mientras Gabriel responde las preguntas de Lanza, ella no para de hacer girar el horno y de sacar las tortas que hace un rato puso a cocer, mientras vigila que todo lo demás está a punto.

A veces, interviene y da su opinión optimista. Ella procede de Filipinas, ha vivido en Madrid y sabe lo que es empezar de cero y reinventarse una y otra vez.

“Yo estoy contenta en Solana. La gente nos trata muy bien y me gusta vivir aquí”; sin embargo, como Gabriel, no se condena si tuviese que cambiar de vida. “Al final hay que estar donde haya oportunidades para trabajar y para tener futuro”.

La puerta del horno se cierra, baja poco a poco su temperatura. En el bandejero se atempera los panes y los dulces que esta madrugada han sido el trabajo de estos dos chicos que deberían ser el espejo de otras tantas parejas jóvenes para volver a repoblar un pueblo que es un oasis escondido entre Sierra Madrona y Sierra Morena.

Son casi las nueve de la mañana, en la vitrina está todo listo para recibir a los vecinos de Solana una mañana más, pero seguramente, como tantos otros días, se echará en falta el alboroto de los niños pequeños pidiendo una “teta” de pan antes de entrar en casa.

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