La historia de esta cueva discurre en paralelo a la de una familia que hizo de la viticultura su razón de ser. José Ropero, conocido agricultor de la ciudad, ejercerá de exquisito anfitrión.
A la cueva se accede desde el recibidor principal de una casa que también se ha conservado con exquisito gusto. Los suelos, la distribución, los muebles, el espectacular tragaluz…son motivo de otro reportaje, pero nosotros nos centramos hoy en esta cueva de 1890.
Bajamos por una larga escalera con escalones muy pronunciados rematados por un listón de madera. Sobre las paredes encaladas descubrimos los restos de la canaleta por donde bajaban el mosto desde el jaraíz a las tinajas, elemento indiscutible que nos confirma la antigüedad de la cueva.
La cueva alberga treinta y siete tinajas de barro, de entre 250 y 300 arrobas de capacidad, además de dos más pequeñas, las denominadas tinajas del gasto. Un desnivel en el suelo de la cueva viene a demostrar que primero se hizo una primera cueva y luego se llevó a cabo una ampliación. La construcción hace una especie de siete, con cuatro lumbreras, tres de ellas dan a la calle y una a un corral interior. Coincidimos con la arquitecta Ana Palacios en el autenticidad y encanto de una cueva en la que predominan los colores ocres, terrizos, muy bien conservada. Una de las tinajas aparece rota y, curiosamente, ha quedado solo la parte de arriba, amarrada por el empotrado, produciendo un curioso efecto.
Lo que tantas veces nos han explicado, las cuevas de barro reventaban y de ahí que todas las cuevas tuvieran varios pocillos para recoger el caldo que se derramaba. El pocillo de la cueva está cubierto con una tapa de madera, mientras que algunas de las tinajas están protegidas con tapas de anea. El techo está en la tosca en una cueva que tendrá unos cuatro metros de altura.
Por motivos de seguridad la cueva tiene cuatro pilares. “A lo mejor con dos hubiera sido suficiente-señala Ropero-, pero mis tías decidieron reforzarla bien y garantizar la seguridad”. En uno de los extremos de la cueva vemos una contramina. Las tinajas del tramo de cueva que se hizo después están asentadas en un pequeño poyo. Al final de la cueva vemos una gradilla y nos encontramos otros vestigios de la actividad bodeguera como un tonel, varias tomizas, bombonas, algunas de ellas recubiertas con mimbre y una orza de barro. También encontramos los útiles de los esforzados picadores que construyeron las cuevas.
Vemos un escurridor de orujo que venía de un trujal y como nuestra visita se aproxima a su fin, volvemos a mirar en todas direcciones para saborear la esencia de esta magnífica cueva. Ana Palacios vuelve a admirar el perfecto trabajo que llevaban a cabo los picadores que iban dando forma a la cueva en línea con la fachada. Empezaban por la lumbrera, que situaban en paralelo a la fachada de la casa, y terminaban construyendo la escalera. La sabiduría de aquellos esforzados trabajadores dio como resultados estas singulares cuevas que sobreviven intactas al paso del tiempo.
