Antes del decreto de confinamiento del 14 de marzo la temporada de tentaderos empezaba a bullir. Las Fallas estaban a la vuelta de la esquina. San Isidro se estaba fraguando y Sevilla ya había cristalizado en un abono de máxima categoría, si exceptuábamos la ausencia de Paco Ureña y la repetición, y por ende negación de oportunidades, de cuatro ganaderías que, de seguir así las cosas, serán las que mantengan el grueso de una temporada ultrareducida, en el mejor de los casos; algo que supone un grave peligro para la ya maltrecha posibilidad de subsistencia del 90% de las vacadas de lidia y que ya comentamos en su momento en lanzadigital.com/toros.
En estos días, en los que por un lado se empieza a ver una muy ténue luz al final del túnel, y por otro el futuro a corto y medio plazo se torna, cuando menos, gris incierto, nos apetece cambiar el tono escasamente halagüeño reinante, y mirar al toreo. Al bueno. Permítannos la licencia –frívola, sin duda- en este tiempo adverso y, hasta hace muy poco, impensable.
Tentadero en El Cortijillo
Tres días antes del dictamen de confinamiento obligatorio tuvimos la fortuna de asistir a un tentadero. Fue el miércoles 11 de marzo. El ambiente en El Cortijillo, escenario de esta tienta, ya estaba gris plomo, a pesar de que el sol brillase espléndido. La pesada sombra del Covid-19, impregnaba el ambiente en la plaza de tientas de la fabulosa finca toledana de los hermanos Lozano, justo en el límite con la provincia de Ciudad Real.
Fue tarde de tentadero. Eugenio de Mora y Diego Urdiales se las vieron con seis vacas de Alcurrucén, todas encastadas y con posibilidades de hacer el toreo; su toreo. Eugenio con ese incuestionable poderío no exento de estética castellana, y Urdiales con naturalidad preñada de elegante torería que, en esta ocasión, acompañó de una garra que no suele destacarse entre sus muchas –y a veces casi ocultas- virtudes.
Ese gesto de arrebato al rematar las series que puede apreciarse en alguna de las instantáneas que acompañan este texto, parecía reflejar la -en aquel momento- falta de acuerdo con la empresa de Madrid para la participación del torero riojano en San Isidro. Algo así como una reafirmación personal de la valía distintiva de su toreo –algo absolutamente innecesario, por otra parte-, aunque se tratara simplemente de un tentadero; ante vacas importantes, eso sí.

El toreo, como nuestra civilización en realidad, vive momentos inciertos en distintos frentes; uno de ellos es su plasmación externa. Los recientes lustros han sido testigos de la preponderancia de un toreo cuyo fundamento más evidente era el dominio, en el que a los toros se les ha hecho casi de todo.
No obstante, como quiera que el toreo cambia, y las modas y modos se suceden, hace dos años Diego Urdiales mostró con seis orejas en Bilbao y Madrid un toreo de dominio que, sin embargo, no apabullaba a su oponente sino que lo conducía con elegante armonía y naturalidad. Puso de manifiesto que otro toreo era posible y, además, éste, como evidenciaban las unánimes peticiones de trofeos, contaba con el respaldo del público menos entendido y, por supuesto, del aficionado más conocedor. No se trataba de eliminar uno –el de poderío-, por otro –el, llamémoslo, armonioso-, sino demostrar que el toreo, afortunadamente, tiene numerosos y complementarios registros que lo enriquecen.
Aquellos triunfos incuestionables de Urdiales en Bilbao y Madrid del 2018 abrieron, si no de par en par, sí suficientemente, una rendija de aceptación masiva a un toreo que, en 2019, también fue refrendado con éxitos rotundos por parte de Pablo Aguado, Emilio de Justo, o la versión menos afectada de Paco Ureña, a la espera de la deseable y deseada irrupción de otros toreros valedores de ese corte más clásico (se me viene a la mente Juan Ortega) que puedan subir peldaños y ejercer de contrapeso conceptual a esas figuras cuyo día a día se basa en el muy meritorio triunfo cantado, el toreo de poder y las faenas casi interminables.

Ese atisbo de cambio se lo debemos, al menos en parte, a toreros como Diego Urdiales, que han sabido resistir y no han sucumbido a los cantos de sirena que, en un momento dado de abundancia, primaron la cantidad frente a la calidad.
Tomando como pretexto el tentadero que justifica estas líneas, y conscientes de tratarse tan solo de eso, un tentadero, afirmamos que toreros como el riojano hacen mucha falta. No para mandar, puesto que no creo que ese sea el objetivo de toreros de este corte, aunque tampoco sea, como asegura el tópico, para “adornar”. Toreros como Urdiales rara vez persiguieron la regularidad ni el “a triunfo cantado” antes mencionado, sino torear –y ahí reside el rasgo distintivo- como pocos saben y/o pueden.
Ahora anhelamos volver a verlo en la plaza. A él y al resto de toreros de conceptos artísticos similares y, por descontado, a los de plasmación distinta. Todos caben y hacen falta, aunque cada uno de nosotros se identifique más con una vertiente u otra. Y, por supuesto, se hace absolutamente necesario ver en los tendidos a quien sostiene el segundo espectáculo de masas de este país, solo por detrás del fútbol: el aficionado. Toca resistir; no es la primera vez.