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Capítulo I

Las fatigas de un maletilla (I)

“Esta es mi historia de querer ser torero, que, pasando el tiempo, fui El Niño del Tentadero”

de
Julio César Sánchez

A finales de 2022, José María Medina “El Niño del Tentadero” se puso en contacto con el arriba firmante y, por extensión, con lanzadigital.com, ya que sentía la necesidad de contar su muy particular -y sacrificada- “historia de querer ser torero”.

En lanzadigital.com ya éramos conocedores de algunos de los románticos y duros avatares que este torero pasó en su juventud, persiguiendo el sueño de llegar a ser matador de toros primero, y figura del toreo después; ninguno de ellos se cumplió. Su anhelo quedó en consolidarse como dignísimo tercero y llegar a jubilarse como torero y, por tanto, artista.

No obstante, en ese tránsito inconcluso, el ciudarrealeño (de Villanueva de los Infantes) vivió experiencias extremas, de impagable recuerdo hoy día, pero de casi insoportable crudeza hace algo más de cincuenta años.

Su historia, manuscrita, escrita en mayúsculas en su totalidad, y sin un solo punto, ni seguido ni aparte, llegó en un cuaderno.

Desentrañar la intrincada redacción de alguien que estuvo en el colegio un único día no fue labor liviana. Cuan explorador en selva inexpugnable, había que avanzar machete en mano -y no poca intuición- para desentrañar esta dura y maravillosa historia de una pasión irrefrenable impulsada por el amor al toreo.

La totalidad del relato, manuscrito, aparece en mayúsculas, y no hay un solo punto, ni seguido ni aparte. Además, las reiteraciones son abundantes, por ejemplo, a la hora de utilizar el verbo decir cuando José María recurre al estilo directo, y tampoco faltan palabras malsonantes.

No se trataba, por tanto, de prosa poética, ni de un jardín de bellas palabras rimadas, sino una narración de complicada comprensión que, sin embargo, rezumaba encanto en cada una de las múltiples faltas de ortografía, escritas por alguien que vivió una cruda infancia, y que las circunstancias empujaron a ser un encantador iletrado.

Pero si yo encontré, por momentos, complicado entender lo escrito, más, mucho más, debió ser para José María escribir de su puño y letra las ochenta y seis páginas que decidió poner a nuestro recaudo; algo que le agradezco enormemente. Entre otras cosas porque leyendo –descifrando- ese laberinto de palabras, nos hemos topado con aventuras y desventuras que, a menudo, nos recordaron a las narradas por Cervantes en sus obras, aunque vividas cuatro siglos más tarde.

A la hora reproducir lo escrito por José María Medina hemos intentado ceñirnos lo más posible a su narración original, respetando, como hemos apuntado antes, no pocas repeticiones y giros que se alejan de la corrección gramatical, pero que dotan a esta crónica de gracia y naturalidad.

José María suele agradecerme el que en lanzadigital.com vayamos a publicar, por entregas, su “Historia de querer ser torero. Las fatigas de un maletilla”; sin embargo, con toda sinceridad, creo que el sentido agradecimiento debe ser el nuestro. El mío, sin duda, ya va por delante. El suyo ojalá también.

Tan solo nos queda desear que aquellos y aquellas que se pongan delante de estas letras cada domingo a partir del presente, y decidan leerlas, vivirlas, lo hagan con el gusto que nosotros lo hemos hecho.

Mi vida en Villanueva de los Infantes

El 27 de mayo de 1950 nací en Villanueva de los Infantes, provincia de Ciudad Real. Somos tres hermanos: una hermana, Mari, la mayor, mi hermano Manolo, y yo, José María. Mi padre, Alfonso, mi madre Josefa. Éramos una familia muy pobre. Toda mi familia nacimos en Infantes.

Pero bueno, voy a explicar mi vida, que es de lo que se trata.

Lo que yo recuerdo, con 11 o 12 años, es que me dedicaba a matar pájaros con un tirachinas, a tirar piedras a los perros y a los gatos, ir a las huertas a robar fruta, romper bombillas, y meterme en peleas a pedradas entre críos.

Todos los días llegaba a casa echando sangre.

Varias veces fueron los serenos a decirle a mi padre que tuviera cuidado conmigo, que era muy malo.

Y un día, cogió mi padre y me ató a una columna con una cadena en los pies.

Los vecinos le decían a mi padre que me soltara, que no era un animal.

A los pocos días me metieron en una escuela.

Recuerdo que estando allí el primer día, por delante de la escuela pasó gente de un circo, con elefantes, payasos y monos. Y me fui detrás del circo.

Ya no volví más a la escuela.

Cuando llegué a mi casa mi padre me pegó una paliza que me quedé tirado en el suelo.

Al día siguiente me llevó a trabajar a un cortijo en el que trabajaba él. Yo tenía 13 años. El cortijo se llamaba Las Tiesas.

Con 13 años trabajé trillando, cogiendo piedra, cogiendo aceitunas, garbanzos y cuidando yeguas.

En Las Tiesas estuve un año trabajando muy duro y mal comido.

Un día, tenía yo 14 años, estaba cuidando yeguas, y dos o tres se metieron en la siembra porque no había alambradas y era muy difícil controlarlas.

El encargado las vio y me empezó a insultar, diciéndome de muy malas formas que para qué estaba yo, que no valía para nada, que me iba a despedir.

Le dije: “Sabes lo que te digo, que las cuides tú con los cuernos, hijo de puta.”

Para eso, en aquellos tiempos, con 14 años, había que tener muchos cojones. Cogí y me fui andando del cortijo hasta Infantes. Había 20 kilómetros, y los hice a pie.

Cuando pasé por Cózar me paré en la fuente que había a la entrada. No exagero si digo que me bebería 5 litros de agua.

Cuando llegué a Infantes y me vio mi madre me preguntó que qué hacía allí, y se lo expliqué.

Me dijo, “Madre mía, cuando venga tu padre lo que te espera.”

Me pidió que me fuera para el cortijo, pero le dije que ni muerto volvía más allí.

La pobre de mi madre dijo, “Pues la que te espera cuando venga tu padre… Te mata”. Contesté que me daba igual, pero al cortijo no volvía jamás.

Así fue. Cuando volvió mi padre me pegó una paliza con la correa que tuve que meterme debajo de la cama. Pero yo no volvía más al cortijo.

También tuve suerte porque un primo mío era encargado de una fábrica de pan, que llamaban la Fábrica de los Perros, y me metió a repartir pan con un carrillo por las calles de Infantes.

Ahí estuve bastante tiempo, y me salí para trabajar en los albañiles, en un almacén de construcción, porque ganaba más. Pero trabajaba muy duro descargando camiones de yeso, de cemento, de ladrillos… y todo a mano. Ahí tenía 15 años.

Luego probé en varios trabajos más; de zapatero, y en una tienda de comestibles, de la que me echaron por mangar dinero. Y otra paliza de mi padre.

Así transcurría mi vida, entre trabajo duro, palizas de mi padre, mal comido, y haciendo trastadas.

El último trabajo que tuve antes de marcharnos de Infantes fue picando piedra en un camino que tenía muchos baches. Para arreglarlos, en los socavones se echaban piedras grandes, y con un martillo de mango largo partíamos las piedras, sin guantes, las manos sangrando, y a medio comer. Por eso nos fuimos a Valencia; para mejorar el porvenir.

Y hasta aquí mi vida de perros en Infantes, pueblo al que quiero mucho, porque de allí es mi raza.

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