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25 abril 2024
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Palabra de Aficionado. Felipe B. Pedraza. «La corrida es un espectáculo singular, cruento pero no cruel, que merece una atención extrema. La educación del espectador es la revolución pendiente»

FP 2
Felipe Pedraza en una ponencia de temática taurina celebrada en Ciudad Real en 2016 JCS
Julio César Sánchez
Es historiador y Catedrático de literatura, especialista en el Siglo de Oro, además de autor de múltiples artículos, libros, libritos y ensayos, tanto de temática literaria como taurina

Escuchar hablar o, como en este caso, leer a Felipe Pedraza es una delicia. Por la forma y por el fondo, tanto en materia literaria como taurina, que, al fin y al cabo, de ésta última es de lo que versa esta sección.

Felipe Blas Pedraza Jiménez, nacido en 1953, es un historiador de la literatura, con especial predilección por el Siglo de Oro en general, y por Lope y Cervantes en particular. Es licenciado y doctor en Filología Románica por la Universidad de Barcelona, y graduado en la Escuela Superior de Arte Dramático del Instituto del Teatro de Barcelona, además de catedrático de literatura española de la Universidad de Castilla-La Mancha.
Ha colaborado en múltiples comunicaciones, ponencias, jornadas, conferencias y congresos tanto nacionales como internacionales, además de ser autor de diversos ensayos de temática taurina (algunos de ellos publicados por la Revista de Estudios Taurinos), amén del libro Iniciación a la fiesta de los toros (Edaf, 2008).

Para que se hagan una idea: Felipe Pedraza es de las personas que, descubierta una locución relacionada con los toros, es capaz de bucear en su trayectoria histórica hasta rescatar su sentido y uso. Así ocurrió recientemente con la frase “Con ese recado, al toro”, viendo sus hallazgos publicados este mismo año en la ya citada Revista de Estudios Taurinos sevillana. Y culmina su intervención con una propuesta de publicación que ojalá halle respuesta positiva.

Felipe Pedraza. Ahí es nada. Aquí tienen su «Palabra de Aficionado». A disfrutar.

 

Primer recuerdo taurino.

Son dos y no uno. No puedo reconstruir el orden cronológico. Un festival en la antigua plaza de toros de Córdoba (en la ronda de Tejares, en el solar que actualmente ocupa El Corte Inglés) al que me llevó mi padre cuando yo tenía 4 o 5 años. Creo que se celebró en otoño y que abría el cartel Ángel Peralta. Asistimos desde una delantera de grada o un palco y, como yo no había pagado entrada (dada mi edad), me acomodé entre las piernas de mi padre. De la misma época recuerdo una extraña becerrada en el campo de fútbol de mi pueblo (La Rambla, que nunca ha tenido plaza de toros). Se acotó el terreno con empalizadas y carros y se lidiaron y estoquearon unas becerras (cosa que nunca más he visto). Torearon dos incipientes novilleros de mi pueblo: Juan José Gil (que es primo segundo mío) y Juan José Hidalgo, al que unos años más tarde reencontré en Barcelona, en busca de oportunidades taurinas.

Primer impacto emocional taurino.

Esos dos festejos menores pudieron ser mi primer impacto taurino; pero mi vinculación al mundo de los toros está en Barcelona, a la que llegué con siete años recién cumplidos. Al empezar la temporada de 1961 asistí en la Monumental a la presentación de El Cordobés. Primero en un festival para los niños con tres novillitos para él solo y poco después en una novillada formal. Mi primera corrida fue la presentación de Paco Camino como matador de toros. Si no me engaña la memoria, era un cartel de tronío, con Antonio Ordóñez y Diego Puerta. A pesar de las estrecheces económicas, mi padre nos llevaba a los toros de vez en cuando, especialmente a las novilladas y las charlotadas, que eran más baratas y se acostumbraban a celebrar en Las Arenas, que estaba más cerca de mi casa que la Monumental.

Lo que más y menos te gusta de la Tauromaquia/Toros.

Como dice Antonio Caballero, «lo más bello es el toro». Creo que lo que más entusiasma, en general, a los aficionados a la fiesta es la presencia de ese animal totémico, que nos religa a la naturaleza en un rito que racionaliza y somete a unos cánones estéticos la violencia y la muerte.

Lo que más me disgusta son los trapicheos de las entretelas de la fiesta y el comportamiento incivil de algunos espectadores. Llevo muy mal la desatención del público que, mientras se desarrolla un rito cruento y extremadamente peligroso, se ocupa de asuntos ajenos a la lidia, y no cumple su función de coro expectante y atento a lo que ocurre sobre la arena. Es verdad que, a veces, los espectadores (como ocurre en Pamplona y en otras muchas plazas) pueden tener cierta disculpa en el entusiasmo báquico, dionisíaco, que es consustancial a la fiesta. Menos disculpable me parece que los profesionales que retrasmiten corridas de toros desatiendan el desarrollo de la lidia (en la que se sacrifica a un animal y se juegan la vida unos hombres) para entrevistar a apoderados, torerillos de tres al cuarto, mozos de espadas, alcaldes, concejales… Mientras en la arena haya un animal y un hombre que se le enfrente, toda la atención hay que dedicarla a ese rito. Aunque resucitaran Joselito y Belmonte, no se les puede entrevistar mientras un humilde banderillero se disponga a poner un par de rehiletes. ¿Qué les voy a decir? Me parece un sacrilegio, una inconmensurable falta de respeto a la fiesta, al hombre que está en la arena y al animal que se va a sacrificar.

¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?

No lo creo. Basta ver un vídeo con imágenes de los años 20, 30, 50, 70… del pasado siglo para comprobar que actualmente el toro es más bravo, más noble y está mejor presentado, y que los toreros tienen un mejor conocimiento técnico y una más honda intuición estética. Bien es verdad que hoy resulta más previsible cuanto ocurre en la arena y muchos festejos pueden resultar monótonos y poco incitantes. La corrida de toros es un extraño ritual que, paradójicamente, tiene su fundamento en la incertidumbre. Hoy los toros son más bravos y nobles, pero adolecen con frecuencia de falta de fuerza y de fiereza (de casta). Se dice como un elogio que tal o cual toro fue «una máquina de embestir». Las máquinas se caracterizan porque son enteramente previsibles y eso está reñido con la esencia del toreo. La mecanización de la lidia es el mayor peligro para la pervivencia de la fiesta.

Estado de la afición a los toros.

Creo que el estado de la afición es manifiestamente mejorable. Se trata, en términos generales, de una afición envejecida. Falta una interrelación cordial de espectadores de diversas edades y condiciones. Muchos aficionados tienen una actitud de resistentes y de defensores de viejos valores que, en realidad, nunca existieron. Además, todo parece empujarles a una suerte de gueto y a aislarlos, en su condición de aficionados, del resto de la sociedad. Esta impermeabilización engendra una defensa a ultranza de ciertos dogmas éticos y estéticos sobre el espectáculo que, en mi opinión, resultan muy nocivos.

Las empresas contribuyen a esta situación al poner todo su empeño en consolidar abonos (a los que siempre acuden los mismos) y no fomentar el acceso del público general: precios fuera del alcance de muchos bolsillos, falta de información y promoción, rutinas en la confección de carteles… El caso de Madrid es paradigmático. El gran éxito del abono isidril ha llevado a abandonar la programación del resto de la temporada.

La creación de la grada joven es otro error —siempre desde mi perspectiva— muy grave. Se ofrece a precios irrisorios un abono para toda la temporada para un grupito de muchachos, que se apiñan en el mismo lugar y se reafirman en los tópicos más absurdos sobre el qué y el cómo del toreo. Así no se fomenta la afición. Se crea una pequeña masa intransigente que, confortada por el sentimiento de grupo, adopta un comportamiento poco correcto.

Estos abonos especiales y subvencionados acaban expulsando a amplios sectores que quizá deseen acudir ocasionalmente a los toros y que podrían aficionarse a la fiesta. Acaban dificultando e incluso impidiendo la formación de nuevos públicos.

El mismo fenómeno lo tenemos en la televisión de pago. Solo se dirige a los convencidos. Nadie que no sea forofo previamente va a abonarse a toda una temporada con sesenta o ochenta corridas pagadas de antemano.

Es curioso reflexionar sobre las zancadillas y obstáculos que pusieron los matadores de relumbrón a las retrasmisiones ocasionales en abierto, que podían fomentar y regenerar la afición, para acabar encerrados en largos abonos que no pueden crear un solo aficionado.

¿En qué pueden llevar razón quienes critican la Tauromaquia?

Creo que los que, desde tiempo inmemorial, se han opuesto a la fiesta de los toros han esgrimido razones muy dignas de atención: los peligros que corren los que torean (incluso la muerte), la violencia que se ejerce sobre los animales, la concentración de masas propensas a los comportamientos a veces indecorosos y casi siempre excesivos, desmesurados… Sin duda, la corrida es un espectáculo violento, caro, que ha sido caldo de cultivo para actitudes incívicas…

Los antitaurinos clásicos tienen razón en casi todo. Menos en un punto: la desmedida fe que ponen en sus argumentos, y la incapacidad para atender a otras perspectivas que —aunque a ellos les parezca mentira— existen y siempre han tenido valedores tan estimables intelectual y éticamente como sus contrarios. La fiesta (todas las fiestas y esta nuestra de manera muy especial) tiene la función antropológica de suspender durante un tiempo las pautas comunes de comportamiento. Esta necesidad de ruptura con las normas impuestas por la vida social resulta tan necesaria como peligrosa y ha provocado atropellos, violaciones, muertes… A lo largo de los siglos, la tauromaquia ha ido decantando un ritual-espectáculo que ha encauzado el desbordamiento de los instintos en estos períodos de permisividad. Se han canalizado los movimientos íntimos de las masas y se ha propiciado la educación y superación de los impulsos destructivos que anidan en el corazón humano. Esto se verifica a través de un espectáculo sometido a cánones y normas, protocolizado, protagonizado por especialistas que le confieren una dimensión estética. Los daños a terceros, tan comunes en todo tipo de manifestaciones festivas, se han reducido hasta resultar prácticamente irrelevantes.

Mi comprensión con los planteamientos antitaurinos clásicos no se extiende al moderno y superficial animalismo. Nuestra moral (grecorromana, judaica y de otras procedencias) se sustenta en la radical separación entre el mundo humano y el del resto de los animales. De ahí que el código penal castigue la muerte de una persona, pero permita y aliente la existencia de mataderos y la práctica de la pesca o de los procesos de desinsectación o desratización. Creo que alterar estos supuestos morales es absolutamente imposible: una quimera. Los animalistas piensan — o, al menos, dicen— que, si no se mataran los toros en la plaza, podrían gozar de una existencia apacible y satisfactoria (desde la perspectiva humana). No es ni puede ser así. La vejez es una invención de los hombres, una creación de extrañas relaciones de solidaridad que no existen ni pueden existir en la naturaleza. Al toro en libertad lo matan los lobos, lo desangran las garrapatas, lo aniquilan las infecciones bacterianas… Lo dijo Heráclito hace más de dos mil quinientos años: «Todas las cosas están hechas a manera de contienda o batalla». En latín, para mayor claridad: «Omnia secundum litem fiunt». Lo repitió Petrarca: «sine lite atque offensione nihil genuit natura parens» (‘sin lucha no hay nada’). Ese mundo feliz de los animalistas es una ensoñación infantil, y resulta profundamente inmoral (es decir, contrario a los hábitos y costumbres admitidos en nuestra sociedad).

Naturalmente, las expresiones de odio post mortem contra los toreros me parecen una aberración moral, un síntoma de profunda inhumanidad.

Aspectos a mejorar en el entramado taurino.

Son muchos. A algunos ya he aludido. La mayor parte afectan a la organización gremial y empresarial. Es difícil negar que las condiciones en que el público accede a las plazas de toros son mucho peores que las que sufre cualquier asistente a otro espectáculo. La organización de los festejos taurinos es, en comparación con otras actividades más o menos similares, muy deficiente. Siempre lo ha sido. Secularmente se ha descuidado la calidad del producto que se ofrece al cliente: nunca se ha priorizado la fortaleza y fiereza de los toros que se lidian, que constituyen la base de la actividad; los criterios para la contratación de los toreros han despertado permanentes sospechas de interesado intercambio entre las empresas («tú me pones al mío, y yo te coloco al tuyo»); las localidades, que venden a precio de oro, dejan mucho que desear en cuanto a accesibilidad, comodidad y limpieza.

También el público debe mejorar, sobre todo en la conciencia de que la corrida es un espectáculo singular, cruento pero no cruel, que merece una atención extrema. La educación del espectador es la revolución pendiente. Probablemente, con ella se evitarían muchos de los males que hoy lamentamos.

¿Toro o torero?

Se trata de la fiesta de los toros, no de los toreros. El animal sacrificado es el centro del ritual. Es su fuerza, su violencia, su imprevisibilidad lo que da sentido a la fiesta. Naturalmente, el espectáculo solo se puede crear en la relación dialéctica que se establece con el hombre. En mi concepto es el artista el que ha de intuir cómo dominar la extraña materia prima de su arte, viva y en movimiento, no ajustar mediante la selección genética u otros recursos el animal a las limitaciones de su matador.

Mi torero.

No soy aficionado de un solo torero ni de una sola percepción estética de la fiesta. Me basta un gramo de toreo, es decir, un instante en que la embestida siga el trazo que se le ha marcado. No se trata de que el toro pase por allí, sino que la violencia del animal quede prendida en el vuelo del capote, de la muleta, en el cite del picador o en la trayectoria del cuerpo del banderillero. Por eso me gustan los toreros que llevan dominada, muy por bajo, la acometida del toro, como El Juli, o aquel memorable José Luis Moreno del 15 de agosto en Madrid con la corrida de Los Eulogios. Me gustan los toreros largos capaces de domeñar cualquier embestida. Es el caso de Ponce en sus mejores tardes, con toros difíciles (con los fáciles pierde mucho). Me gustan los toreros que tienen un empaque personal, una forma particular de enfrentarse al toro. Es el caso de los retirados Pepín Jiménez, Fernando Cepeda o el extraordinario Luis de Paulova, al que, incomprensiblemente, no se le quiso dar una oportunidad tras faenas extraordinarias a los encastados toros de Murteira. ¡Claro que mataba muy mal! Pero toreaba tan bien…

Mi ganadería.

Tampoco tengo una ganadería. Tengo un concepto: al toro le pido fiereza (casta) y poder. Si, además, tiene nobleza y bravura, miel sobre hojuelas. Si encima tiene una embestida acompasada y rítmica, y humilla, mejor que mejor. Pero ante todo, fiereza y poder. Estas características se encuentran en animales de muy diversas procedencias. Está en muchos toros de procedencia Domecq: el primero  de Victoriano del Río en el mano a mano de Ferrera y Emilio de Justo en esta temporada de 2021 en Madrid; en el toro Cervato de El Ventorillo, hace unos años; en el sexto toro de la corrida que lidió en Madrid Santiago Domecq el 15 de agosto de 2015; muchas reses de Juan Pedro y Parladé, de Garcigrande, de Fuente Ymbro… Lo mismo ocurre con otros encastes: Alcurrucén, Baltasar Ibán, Victorino, en otros momentos Torrestrella, Cebada Gago… Todavía recuerdo el toro de Sánchez Fabrés con el que salió a hombros Morenito de Macaray en Las Ventas… Lo dicho: fuerza, fiereza y, si es posible, bravura y nobleza.

El último crack taurino.

Confesaré mi aversión del inútil anglicismo crack. No se debe emplear para hablar de algo tan serio como la fiesta de los toros. Supongo que se refiere a la última revelación, la última promesa que se ha convertido en realidad. Sin duda, Andrés Roca Rey, torero poderoso y valiente; pero también Pablo Aguado, con ese torero impregnado de naturalidad que renuncia a cualquier ventaja. O este último Antonio Ferrera, que siempre fue un torero admirable (aunque algunos no lo reconocieran: recuérdese la tarde de 2002 en Las Venas con los toros de Carriquiri), y que ahora desarrolla una personalísima tauromaquia, apasionante y llamada a revolucionar el torero, si logra liberarse de cierta tendencia al amaneramiento y la extravagancia.

Cartel ideal de plaza, toros y toreros.

Aunque no me gusta el comportamiento de sectores de la plaza de Madrid, mi vida de espectador lleva cuarenta años ligada a Las Ventas. La elegiremos, a pesar de sus inconvenientes, como marco del cartel ideal. ¿Toros? Son varias las ganaderías que han dado un juego interesante en los últimos tiempos: Victoriano del Río, Fuente Ymbro, Alcurrucén, Conde de Mayalde…Elijamos esta última, por ser menos habitual y conservar el punto de casta y bravura de Contreras. Quizá los matadores que podrían enfrentarse con fortuna a estos toros encastados sean Antonio Ferrera, El Juli, y podríamos probar a ver qué pasa con Pablo Aguado frente a estos toros de embestida vibrante.

En otros tiempos, mi cartel de toreros hubiera sino menos previsible: Pepín Jiménez, Fernando Cepeda y Luis de Paulova, con toros de Murteira. Pero esa etapa ya pasó.

Recomendación de libro taurino.

Son muchos los libros taurinos de interés. Al margen de los que están en la mente de todos, yo recomendaría una colección de artículos de Antonio Caballero, por ejemplo, A la sombra de la muerte. Toros, toreros y público (Turner, Madrid, 1994). Y me permitiría mencionar un libro mío nonato (todavía no se ha presentado la oportunidad de editarlo): Razones y sinrazón de la polémica taurina, que es un repaso histórico y escéptico de los argumentos que se han esgrimido en contra y a favor de la fiesta. A ver si este anuncio propicia su publicación.

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