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El jovencito Frankenstein

"Se nota que en esta ocasión a Brooks le rebajaron sus excesos"

Su director y principal y acaparador creador, Mel Brooks, había parido en televisión en la década de los 60 una divertidísima y popularísima serie, una comedia de espías, “El superagente 86”. Y cosechado un gran éxito cinematográfico con la parodia del western “Sillas de montar calientes”. A raíz de este taquillazo, firmaría un contrato con la 20th Century Fox para la realización de tres películas (las otras fueron la curiosa “La última locura” y la no del todo lograda “Máxima ansiedad”, un paródico homenaje “hitchcockiano”). Esta fue la primera y la mejor de las tres con gran diferencia y también la de toda su filmografía. Aprovecho para matizar parte de su carrera. Su debut en la gran pantalla, “Los productores” resultó francamente interesante, así como una notable rareza tragicómica de los 80 titulada “¡Qué asco de vida!”. Asimismo, fue el firmante de trabajos fallidos como “La loca historia de las galaxias”. Yo puedo olvidarme de su fundamental y breve faceta como productor en trabajos ajenos, siendo el responsable de dos verdaderas joyas del cine, “El hombre elefante” y “La carta final”, ambas protagonizadas por su esposa, la excelente Anne Bancroft (“El milagro de Ana Sullivan”, “El graduado”, “Siete mujeres”).

Pero como pueden comprobar, una buena parte de su trayectoria tras las cámaras gira en torno a los remedos burlones de diversos géneros. Como el que aquí me ocupa, en este caso muy inteligente y a propósito del cine de terror de la Universal de los 30 y del mito de Frankenstein (o Fronkonstin si aludimos a lo que aquí nos cuenta, motivo de una regocijante secuencia con Igor, perdón, Aigor). Sin duda una rara avis por lo excepcionalmente obtenido, una obra maestra en toda regla de este subgénero que tantas veces cae en lo facilón y burdo.

También aquí hay algún chiste que puede caer en esto, pero el ochenta o noventa por ciento de los gags son verdaderamente magníficos, originales eficacísimos, redondos y graciosos, incluso los que no consiguen plenamente su objetivo muestran elaboración, esfuerzo, talento e ingenio.

Brooks no solo tuvo presente el clásico literario de Mary Shelley, más bien sus personajes principales, o el cinematográfico de James Whale de 1931, algo patente en la reproducción de los utensilios y el laboratorio originales, sino en alguna de sus secuelas más brillantes, si no la que más hasta el punto de superar al original, tal como es “La novia de Frankenstein” (el peinado de Madeline Kahn es una de sus principales constataciones) y no me olvido de “La sombra de Frankenstein” (la réplica que hace Kenneth Marsh/Inspector Kemp del personaje que llevara a cabo Lionel Atwill).

La dirección artística, los decorados, el diseño de producción, la atmósfera conseguida nos retrotrae hasta aquel cine del que recupera su “look”, su estilo, su atmósfera, su aroma, siempre desde una concepción moderna y humorística. La inusual para la época fotografía en blanco y negro (de Gerald Hirschfeld) constituye uno de sus muchos y mayores aciertos.

Y qué decir de su extraordinaria banda sonora, de su tema principal, el de los títulos de crédito, compuesto e interpretado al violín por John Morris. Una melodía que incita al misterio y a la aventura.

Y/O lo más importante, desde el primer minuto, desde la secuencia inicial es una irresistible comedia que acumula desternillantes y magníficas secuencias. A modo de ejemplo y para no destripar demasiado a futuros descubridores de esta perla, destacaré la del ciego, interpretado por un irreconocible Gene Hackman que peleó lo indecible por conseguir este pequeño papel. Su encuentro con el monstruo, confiado en que sus plegarias por no estar solo han sido escuchadas, es todo un hito.

Se nota que en esta ocasión a Brooks le rebajaron sus excesos. El hecho de que el actor protagonista y productor, Gene Wilder, participara en el guion le confirió un tanto de mesura y equilibrio a los habituales dislates y la a veces brocha gorda del cineasta.

Acudiendo al capítulo interpretativo, los méritos se acumulan por doquier. Comenzando por su protagonista, el ya citado Wilder, todo un reclamo popular en la época, siguiendo por la criatura encarnada con guasa y desparpajo por el bueno de Peter Boyle y, continuando, por el actor de los ojos saltones, el gran Marty Feldman, que aquí como el ayudante jorobado Igor logaría el papel de su vida (como he destacado, sus réplicas nominales con el barón resultan memorables), Hackman y las tres chicas a cual mejor (la novia insatisfecha Madeline Kahn, la irreconocible ama de llaves Cloris Leachman y la lozana campesina Teri Garr).

Recuerdo con regocijo y alborozo su primer visionado en el desaparecido y para los ciudadrealeños mítico cine Castillo. Las risas de una gran mayoría podían escucharse en la calle, como me hizo saber posteriormente algún amigo. Siempre supone un placer volver a revisarla. En su momento obtuvo dos merecidas nominaciones al Oscar por su guion adaptado y sonido.

 

 

 

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