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Lázaro, ¿dónde estás?

Dinero

En el lugar más íntimo de los palacios romanos y de cada domus de los ciudadanos acomodados estaba el triclinium, la sala para recostarse a comer. En algunos casos, esa parte estaba en el eje axial que recorría la casa desde la puerta; se podía ver desde la calle, por tanto, a los comensales disfrutando de la compañía y la comida del anfitrión. Desde la calle se podía ver, pero no entrar: una forma muy clara de manifestar el status social de una persona y sus relaciones de clientelismo con sus personas allegadas.

Desde esa imagen, que la arqueología nos ha dejado ver en lugares como Cesarea del mar o Séforis, podemos comprender perfectamente la parábola de Jesús: Lázaro, pobre, a la puerta, sin poder participar del banquete. El rico anónimo, el anfitrión, banqueteando en su triclinium con sus amigos y familiares.

Como en nuestro tiempo, también el derroche es propio de la sociedad romana, de la clase pudiente: es un signo de riqueza y posición social. Se derrocha por un lado lo que falta en la puerta para Lázaro; solo los perros que lamen sus heridas son los compañeros de su sufrimiento.

¿Cuánta distancia hay desde la puerta al triclinium? ¿Cincuenta metros, si es una gran casa? Algo más en el palacio de Herodes en Cesarea del mar; mucho menos en las casas más habituales. Una distancia pequeña pero infinita: infranqueable para los alimentos, para la voluntad de los que derrochan.

Tras la muerte, en la parábola aparece otro abismo infranqueable entre Lázaro y el rico anónimo. Ahora, es el pobre quien no puede acercarse para dar una migaja de frescor a la punta de la lengua del atormentado rico. ¿No es este el problema, las distancias?

Derrochar y ajustar el presupuesto

En nuestras propias familias hay gente que vive de derrochar y otros, en cambio, tienen que ajustar el presupuesto; por no hablar de tantos indigentes que viven a las puertas de todos los lugares, siempre en la calle, con hambre no saciada. ¿Cuál es el abismo que nos separa de ellos que nos impide ver y actuar? Vivmos juntos, compartimos el mismo aire y pisamos la misma tierra, nos apoyamos en los mismos muros y nuestros corazones laten al mismo ritmo; pero vivimos en mundos muy distintos, en una lejanía donde ya no es posible la fraternidad.

¿Qué futuro estamos sembrando con nuestros abismos invisibles? Algún día, seremos nosotros los que necesitemos que otros crucen el abismo para venir a socorrernos; ¿podrán?

Tal vez no podamos solucionar el problema del hambre en el mundo, pero tal vez sí podemos recorrer la distancia que nos separa de aquel que está junto a la puerta. No tenemos que ser héroes, ni resolver los problemas del mundo, sino recorrer una pequeña senda, atrevernos a hacer un corto camino.

El cielo está más cerca de lo que pensamos; las peregrinaciones más osadas no conducen a Compostela, ni a Roma, ni a Jerusalén, ni a otros santuarios de grandes explanadas: la meta más decisiva para nuestras vidas está a la puerta y tiene un rostro humano. Es la distancia más pequeña, pero la más difícil.

¿Realmente se puede hacer algo? Mucho: buscar a Lázaro y dejar de derrochar. El mensaje de Jesús de Nazaret es muy claro, como lo es también el mensaje de Moisés y los profetas.

Nuestra propia puerta

Quizá esa “puerta estrecha” de que se habla en otros pasajes del Evangelio tenga que ver con nuestra propia puerta, que se ha estrechado por nuestra autosuficiencia y se ha hecho infranqueable, convirtiéndonos en esclavos de nuestra propia abundancia e impidiéndonos salir a donde habita la vida y se respira mejor.

Otro Lázaro del Evangelio, el amigo de Betania, había muerto y Jesús le gritó para devolverle la vida: “¡Lázaro, sal fuera!”. En la parábola, también quiere dejarse oír otro grito, esta vez dedicado al que no es Lázaro, al rico, para que también salga fuera y no deje que su casa repleta se convierta en sepulcro sin futuro.

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