¿De dónde proviene el atractivo de la montaña para el hombre? «Subir al monte» ha sido siempre algo más que un camino físico cuesta arriba.
Al ser humano le gusta escalar: la montaña es lugar de aventura, es un reto perenne que se nos ofrece; la visión de su belleza nos invita a acercarnos, a pisar con nuestros pies el horizonte que nuestros ojos contemplan. Por otro lado, pensamos que, desde allí arriba, en lo alto, podremos atisbar otros paisajes que sigan abriendo horizontes a nuestra vida.
Buscar, caminar, subir, pisar: el ser humano vive de trascendencia, de horizontes que le motivan y llenan su tiempo de ilusión. Con la vista, la montaña está aquí presente, pero su realidad está más allá y nos invita a acercarnos: tal vez están ahí resumidas las dos dimensiones de la realidad, presencia y trascendencia; lo que ya hemos conseguido se convierte en acicate para seguir caminando, queremos hacer nuestro lo que vamos viendo de lejos. Nuestra mirada y los relatos que otros nos ofrecen se convierten, a menudo, en sueños y proyectos para llenar nuestra vida y motivar el presente.
La montaña, con toda su solidez y grandeza, nos ofrece perspectivas de firmeza y trascendencia; la montaña es un vértice de la tierra que nos invita a mirar hacia el cielo, a subir. Por eso, el salmista «levanta sus ojos a los montes» buscando la ayuda de Dios, del Creador de esos montes y de todo el universo.
Muchos de los antiguos santuarios de la humanidad se sitúan en las montañas. Allí hay soledad, allí se llega con esfuerzo, allí se levantan el cuerpo y el corazón para subir hacia el cielo; allí hay también estabilidad y refugio. La montaña es un pequeño sacramento del Creador en medio de sus criaturas, un signo de su presencia: misterio y belleza, grandeza y cercanía, seguridad y refugio.
Jesús de Nazaret, en el corazón de su ministerio, cuando comenzaba una etapa nueva en su misión y sus pasos se dirigían a Jerusalén, también subió a un monte alto. Antes de subir a Jerusalén, subió a este monte, acompañado de tres de sus discípulos; como Moisés, que también subió con tres acompañantes al monte Horeb para recibir de Dios el documento de la alianza.
Arriba, en la montaña, esperan Moisés y Elías, la Ley y los Profetas, las Escrituras al completo que hablan del Mesías y su paradójico camino hacia la cruz. Allí espera la nube, signo bíblico de la presencia de un Dios cuya trascendencia nunca desaparece. Allí está también la luz que lo llena todo, sobre todo los vestidos de Jesús. En la montaña está Dios: está en el cuerpo de su Hijo y está en las Escrituras que son testigos del Mesías; está también en la voz que se dirige a los tres discípulos: «Este es mi Hijo amado, escuchadle».
La montaña es lugar propicio para hacer experiencia de Dios, para recibir su luz y su palabra que sostengan el camino de los discípulos hacia Jerusalén, acompañando a un Mesías que no comprenden, pero que es el Hijo acreditado por las Escrituras y por la misma voz de Dios. Subir a la montaña es un esfuerzo necesario para poder subir a Jerusalén, para recibir las fuerzas que hagan posible el seguimiento hasta el final, el camino con el Mesías hasta la consumación de su misión.
Siglos atrás, Abraham también había subido a una montaña, en el país de Moria. Subió acompañado de su hijo, para buscar allí la presencia de Dios y su palabra. Aquella experiencia no fue de luz: era todo nube oscura, misterio incomprensible, porque Dios le pedía sacrificar al hijo de la promesa. Abraham no comprendía, pero se fio de Dios y aceptó el reto: su obediencia le devolvió al hijo para siempre, como hijo de la promesa, como hijo de la gracia. Cuando le ofrecemos a Dios todo, lo recuperamos para siempre, lleno de novedad y plenitud.
Abraham tampoco comprendió entonces que estaba abriendo el camino para otra subida: la del Hijo definitivo al Calvario; la leña se convirtió en madero y no hubo allí ningún carnero que pudiera rescatar al Hijo. El Padre de todos, el verdadero Ab-raham, Dios mismo, estaba entregando al Amado por nosotros.