No puede haber mayor diferencia entre ambas realidades: el diluvio y el desierto, las aguas del abismo inundándolo todo y la sequía más extrema. Ambas tienen en común la falta de vida: cuando el agua lo llena todo, la vida desaparece; cuando falta el agua en absoluto, la vida no puede abrirse paso. La tierra y el agua son dos requisitos fundamentales para que surja la vida en nuestro mundo: se necesitan mutuamente, no puede faltar ninguno de los dos. Sin agua, la tierra se vuelve vacía, sepulcro, aridez pura. Cuando el agua inunda la tierra y no la deja ser, también nos trae la muerte; el agua, portadora de vida, cuando su presencia se hace absoluta, cuando niega lo demás, cuando ahoga la tierra, solo trae muerte y destrucción.
El diluvio y el desierto son el signo de la falta de armonía que nos arrebata la vida, la afirmación de un elemento necesario negando los demás, el olvido de la complementariedad.
Además de esta existencia en relación del agua y la tierra, el diluvio y el desierto se parecen, en los textos bíblicos, en el tiempo que comparten, centrado en el número cuarenta: cuarenta días de lluvia en el diluvio, cuarenta años de camino por el desierto en la historia de Israel. Tiempo largo, insistente; tiempo de asentar realidades y de forjar nuevos horizontes.
El diluvio y el desierto marcan un comienzo en dos momentos privilegiados que la Biblia nos relata. El diluvio es el comienzo de una nueva humanidad, más allá del pecado y la violencia que se habían multiplicado en una historia marcada por los actos de Adán, Eva y Caín. El diluvio no es solamente castigo y final de una historia sin salida, sino siembra de una humanidad nueva que brota de una pequeña semilla, encerrada en el arca, que se ha salvado del pasado.
De la misma manera, el desierto marca el comienzo de la historia de Israel. Se deja atrás Egipto, con todo lo que significa: esclavitud, opresión, matanza de los recién nacidos… y se comienza la historia de un pueblo libre que camina hacia su destino, elegido por Dios y conducido por su providencia.
En el tiempo de Cuaresma, que acabamos de comenzar, hacemos memoria del diluvio y del desierto, en estos cuarenta días de gracia que nos conducen al momento más importante del año cristiano.
En estos días, también estamos llamados a dejar atrás el pecado, como la humanidad con Noé e Israel con Moisés. Lavados por el agua y purificados por el largo camino en el desierto, los creyentes aprenden a iniciar un camino nuevo, de la mano del Hijo de Dios, hacia la casa del Padre.
La Cuaresma significa dejar cosas atrás, salir de lo de siempre, romper adicciones y dependencias que no nos dejan ser nosotros mismos. Egipto no es nuestro hogar, no hemos sido creados para ser esclavos, para trabajar extenuados hasta el final de la vida, construyendo ciudades granero para las riquezas del faraón de turno.
La Cuaresma es agua, que nos da de beber y nos lava. Preparamos, de esta manera, el momento culminante de nuestro camino: la renovación del Bautismo, nuestro paso por el mar Rojo, nuestro particular diluvio que nos hace personas nuevas purificadas de lo pasajero.
La Cuaresma es desierto, camino esforzado que nos educa en la importancia de la sed y en el esfuerzo de la voluntad para no dejar de caminar. La Cuaresma, como el desierto, es lucha, donde solo lo esencial importa y todo lo accesorio nos estorba.
La Cuaresma, en la memoria del diluvio y el desierto, nos recuerda también la complementariedad como clave de la vida, donde nada sobra y todo tiene una función; la vida brota cuando dejamos que el desierto y el agua se encuentren, cuando los contrarios no se niegan, sino que se abrazan y enriquecen.
Tiempo de Cuaresma, para beber el agua y caminar por el desierto: tiempo de construir esa vida nueva que brotó de la cruz.