Existe un contraste grande entre lo que vivimos en Navidad y lo que podemos experimentar, rezar, celebrar en Semana Santa. A la Navidad le asociamos la armonía, la presencia de Dios en medio del mundo (Dios-con-nosotros) y, por eso, parece como si aquellos días exigieran la paz, el encuentro, la solidaridad, la cercanía a los pobres y necesitados por cualquier motivo, los sufrientes, los que lloran… En cualquier carencia parece estar presente Dios. Así es. Respiramos entonces la calidad y calidez de un mundo nuevo. Como si las esperanzas, entonces, pudieran cumplirse. Ha llegado el tiempo.
Al contrario. Nada de eso se respira en Semana Santa. Son días de desierto, de penitencia, de carencias, de reconocer nuestros límites y pecados. Es distinto el rostro de Dios en Navidad que en Semana Santa. Sin embargo, es ahora cuando se cumple todo. En Navidad descubrimos que Dios se hace uno de nosotros; se encarna. En Semana Santa, contemplamos cómo esa misma carne es la que se entrega para la salvación del mundo.
Evangelio significa buena noticia. Ese es su significado etimológico. ¿Y cuál es esa buena noticia? Que Dios está con nosotros. Que comparte nuestro destino: inquietudes, desvelos, fracasos… Conoce del barro del que estamos hechos. La diferencia es que si nosotros, también somos esclavos de la muerte, él no lo es. Siendo Dios, entrega su vida libremente para que nosotros alcancemos la vida gloriosa en el Cielo. En Navidad y en Semana Santa contemplamos, aunque de manera distinta, al Hijo entregado.
Muchas veces hacemos de nuestra vida cristiana un esfuerzo penitencial por corregir fallos, pecados, debilidades… Y la vida cristiana es, fundamentalmente encuentro. Nos reconciliamos con nuestra carne, con nuestro propio cuerpo, también con lo que nace de lo profundo de nuestras inclinaciones; nos reconciliamos con los demás porque son hermanos nuestros y el pecado ofende su cuerpo y alma; nos reconciliamos con Dios porque es Él el que hace posible el encuentro: es el Creador de todo, el destino de todo. Es reconciliación con el universo entero, con toda la creación.
Y todo tiene su raíz en Cristo, en su nacimiento, en su cruz y en su resurrección se unen el Cielo y la Tierra, lo humano y lo divino. En Cristo, en su cruz, en su entrega libre a la muerte por amor, descubrimos la grandeza de la Creación de Dios en nosotros. Cuando mejor lo percibimos, en Navidad; cuando más profundamente lo podemos vivir, uniéndonos a la cruz y a la resurrección del Señor, en Semana Santa.
No se vive la Semana Santa sino es desde la fe, acercándonos a que Dios nos reconcilie con los hermanos, con nosotros mismos y con Él mismo. No se vive la Semana Santa si no permitimos que Dios transforme nuestro corazón y nos haga mujeres y hombres nuevos. No se vive la Semana Santa si no surge en nosotros un compromiso concreto y real con la realidad que nos circunda. No se vive la Semana Santa si profundizamos una mayor cercanía a aquello que desdice la hermosura de la creación y la dignidad de la persona. Somos, con Cristo, hombres y mujeres de vida, de alegría, de entrega generosa, de perdón y de reconciliación.
Feliz Semana Santa en el Señor.
* Delegado Diocesano de Comunicación