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Llegar a ser rey

Montes de Judea

Más al norte, en las colinas de Efraím, reinaba Saúl, el primer rey de Israel. Junto al mar, al oeste, habitaba un pueblo más poderoso, llegado en barcos desde Grecia: los filisteos. Saúl y los filisteos eran enemigos: estos pueblos del mar acabarán con la vida del rey y de su heredero en la batalla de Gelboé, muy cerca del monte Tabor.

David supo situarse, con dificultad, al margen de estas enemistades. Con el tiempo, cuando la descendencia de Saúl va desapareciendo, los ancianos de las tribus de Israel se dirigen a Judá, a Hebrón, la capital de David, para proponerle ser rey de los antiguos territorios de Saúl. David acepta. Las tribus y el antiguo pastor hacen un pacto, en presencia de Dios.

Más tarde, David conquista una ciudad cananea, situada entre los dos territorios  que gobierna, y la convierte en capital de su nuevo reino: Jerusalén. El hijo de Jesé está construyendo un país, un reino: está uniendo un pueblo bajo su gobierno.

Él se considera heredero de las antiguas promesas del Dios de Israel, el de Moisés, el que había sacado a un pueblo esclavo de Egipto y lo había traído a la tierra prometida. Para ratificar esa herencia, el rey toma el arca de la alianza, símbolo del pueblo y de su religiosidad, y la traslada a su nueva capital. No tuvo tiempo de contruirle una casa, un templo: lo hará su hijo Salomón.

Una realidad que no existía

David llegó a ser rey de una realidad que no existía antes que él, consiguió crear un pueblo unido en torno a su figura, en torno a Jerusalén y el arca de Dios.

En este camino de ascenso hubo astucia y buen hacer, hubo pactos, hubo inteligencia y capacidad de espera. David no conquistó su reinado sobre Israel: le fue ofrecido por los ancianos y se comprometió con un pacto. De hecho, su nieto Roboam rompió ese pacto y perdió el gobierno de las tribus del antiguo reino de Saúl.

Debajo de toda esta historia de luchas, valentía y tratados, David y los que escribieron su historia supieron ver la mano de Dios. A David no le hicieron rey los ancianos de Israel, tampoco sus capacidades de estratega militar o su prudencia política: cuando aún era pastor en los campos de Belén, un profeta le vino al encuentro con un cuerno cargado de aceite. Samuel, el profeta, venía a ungirlo en nombre de Dios para el futuro. Sus esfuerzos y luchas, por tanto, fueron una “historia ungida” en la que Dios actuaba desde el fondo y desde el origen.

Rey sobre el pueblo de Israel

Diez siglos más tarde, un descendiente de David, también poco conocido en sus orígenes, pretende ser rey sobre el pueblo de Israel. Jerusalén, de nuevo, será la ciudad elegida. También este pretende haber sido ungido por Dios: en este caso, en las orillas del Jordán, por un nuevo Samuel llamado Juan.

Los ancianos del pueblo, ahora, no visitan al nuevo David para proponerle un pacto; no le piden que gobierne sobre ellos. Los ancianos del pueblo, ahora, buscan al nuevo David para truncar sus pretensiones de rey: lo acusan de impostor y lo llevan ante el rey extranjero para condenarlo.

No fue difícil ver la mano de Dios en la historia de David: con todas las dificultades, consiguió vencer y dejó un legado a su hijo Salomón para continuar la tarea. Pero, ¿cómo ver la mano de Dios en la historia en este nuevo David que venía de Nazaret?

¿Qué reino construyó, qué legado dejó? ¿Qué victoria supo ofrecer a los suyos para motivar su entusiasmo?

El momento álgido de este rey, su entronización y coronación, se produjeron entre malhechores, agonizando entre gritos de dolor en una cruz romana a las puertas de Jerusalén.

A pesar de todo, construyó un reino. Y se multiplicaron sus súbditos, que están seguros de su victoria y dicen haberla visto; fundados en ella, siguen con su legado, construyendo ese reino cuyo futuro está en manos de Dios.

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