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Unir las manos

¿Cuál es el sentido de nuestros límites? ¿Por qué no llegamos, siempre, a donde queremos? ¿Por qué, incluso para las tareas más limpias y desinteresadas, encontramos siempre tantas dificultades?

Todos tenemos experiencia de lo difícil que resulta, a menudo, realizar el bien que deseamos. Y todos sabemos que, muchas veces, esa dificultad brota de nuestras propias resistencias interiores, o de las resistencias exteriores que otros, o la realidad en general, nos presentan.

Debajo de todos esos momentos se nos revela la verdad profunda de nuestra condición: somos limitados. El mundo, el clima, los genes, la sociedad, lo real en todos sus sentidos, es un mundo lleno de posibilidades, pero también de retos. Si dejamos de movernos, morimos; el mundo es una arena de lucha intensa, la realidad es una tarea.

Junto a los límites que nos impone lo real, los hombres hemos añadido también límites a nuestra vida. La Biblia le llama pecado. Existe el mal, existen aquellos que se oponen a la realización del bien; a veces, pensando que realizan también ellos un bien. Este mal que brota de la libertad humana suele ir muy unido a la mentira: nadie ha sido creado para hacer el mal. Sin mentira, el pecado se quedaría sin fundamentos. Lo dice también la Biblia en sus comienzos, bajo el símbolo de la serpiente.

El pecado ha convertido la vida en una lucha aún mayor para realizarnos como personas, con dignidad. Una batalla casi imposible de ganar, porque el pecado tiene sus propias leyes que escapan a aquel que lo cometió.

Pero el límite humano –el natural y el que es fruto de nuestras decisiones erradas– es también una llamada a salir de nosotros mismos para ayudar a los demás, es una llamada a unir las manos para trabajar juntos en la resolución de los problemas. El límite es un acicate para la comunión, que es lo que en esencia somos.

El otro no es tanto el límite impuesto a mi libertad y mis deseos de expansión; más bien al contrario: somos limitados para que podamos encontrarnos con el otro. La otra cara de nuestras limitaciones es el amor.

Hace ya cincuenta y nueve años, un grupo de mujeres comprendió muy bien esta llamada y se unieron para ayudar a otros. Todos querríamos acabar con el hambre en el mundo; algunos, sencillamente se lamentan; otros, hacen de ello filosofía y se preguntan muchas cosas. Aquellas mujeres, en cambio, juntaron sus manos para transformar la realidad. Se pusieron este nombre, “Manos Unidas”. Nuestras manos son poderosas, pero se convierten casi en invencibles cuando se unen y se atarean en amasar el mundo de otra manera.

En la literatura bíblica, el corazón es signo de la interioridad, el lugar del que brotan los sentimientos y las decisiones conscientes del hombre. Las manos, en cambio, son el lugar de la acción, de la responsabilidad.

Tenemos manos: podemos hacer algo siempre. Tenemos otras manos cercanas a las nuestras: podemos estrecharlas para trabajar juntos, para asumir responsabilidades compartidas, para establecer lazos de comunión que cambien el mundo.

“Comparte lo que importa” es el lema para este año en la campaña de Manos Unidas: “Compartir lo que importa es poner en común nuestra vida, nuestros bienes y nuestro compromiso por un mundo mejor, donde cada persona pueda vivir con dignidad… Plántale cara al hambre”.

El límite y el pecado pueden ser superados. Al menos, pueden despertar nuestra voluntad para que nos pongamos en camino y soñemos y construyamos un mundo desde otras claves. “Obras son amores”: las manos expresan los sueños verdaderos del corazón.

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