Hace no tanto no era habitual. Me refiero al hecho a que se acumulasen las semanas en las que a veces el estreno que reúne más expectativas sea español. Tal fue el caso en su momento -bastante reciente, abril de 2018- “Campeones” de Javier Fesser, un profesional que siempre merece seguimiento, incluso en algunas de sus “pifias, como la secuela de “Mortadelo y Filemón”, pero en general el saldo de su cine es brillante, original, atractivo, diferente en el mejor sentido y singular en el ya de por sí panorama del cine patrio.
Conste que su filmografía no es precisamente extensa hasta la fecha, tan solo 8 títulos (incluida la secuela de éste, “Campeonex”) siempre que no contabilicemos su segmento para “Al final todos mueren”, desde que debutara allá por 1998 –hace veinticinco años- con la surrealista, imaginativa y ocurrente “El milagro de P. Tinto”, todo un referente de nuestro cine más relativamente contemporáneo.
Mis dos favoritas suyas hasta la fecha -en general me gustan casi todas, salvo la excepción antes citadas- son la espléndida “Camino” y ésta que aquí me ocupa, una divertidísima, alegre, optimista y emotiva historia sobre discapacidades intelectuales y emocionales. A la que agradezco que comience con una aparente incorrección política que, en el fondo, acaba encerrando la mejor de las comprensiones y solidaridades.
La trama no es de estrujarse la cabeza. Entrenador profesional de baloncesto al que se condena a hacer trabajos sociales tras haber sido pillado in fraganti conduciendo en estado ebrio. Los mismos consisten en formar a un equipo compuesto por chicos con esas discapacidades aludidas anteriormente.
El proceso de ello, amén de descacharrante, acaba extrayendo lo mejor de un individuo errático, perfectamente encarnado por el siempre estupendo Javier Gutiérrez. Y sus ojos, aquí convenientemente homenajeados tal y como se merece esa sobria y contundente expresividad de la que siempre hacen gala.
La pandilla formada por chavales con capacidades distintas, como eufemística o certeramente se deja caer en un momento dado, están sensacionales. Parece mentira el desparpajo, la desenvoltura, la simpatía, la gracia, el sentido del humor, la profesionalidad y el encanto que destilan, irreprochablemente dirigidos por un Fesser al que le van los retos, y que siempre se muestra/se ha mostrado atrevido, arriesgado, diferente, tal como igualmente como es este canto a quienes pueden ser orgullosamente así considerados. Aunque como dice el personaje de Juan Margallo, “¿Y quién es normal, Marco? ¿Tú y yo somos normales?”.
Lo importante y positivo es que acaba haciendo de la improvisación virtud sin dejar de mostrarse tierna, que no ternurista.
Precisamente otra cualidad que me resulta de lo más agradecible es que no tire de lágrimas fáciles o que se regodee en lo sentimentalón. Es muy plausible que ponga el colofón reivindicando el buen rollo, la participación, la ilusión por encima de otras cuestiones más baladís o resultadistas. Al respecto, su final es aleccionador en el mejor sentido del término.
Y si es observada con atención, es posible que puedan detectar que el espíritu Ibáñez (cuyos personajes más populares han sido adaptados en dos ocasiones por Fesser) sobrevuela en algunas situaciones.
Pero, sobre todo, lo fundamental, es que supone una reconstituyente y altamente recomendable propuesta para toda la familia, y no digo esto desde una actitud latosamente sermoneadora, sino desde una humana y refrescante vindicación.