Deanie (Natalie Wood): “¿Eres feliz?
Bud (Warren Beatty): “Pues supongo, no me lo pregunto demasiado”
La considero una de las películas de amor/desamor y resignación más apasionantes de la historia del cine. De esas que si se descubren cuando se es adolescente te pueden dejar profundamente marcado, amén de contribuir poderosamente a que se ame más al Séptimo Arte. Es mi caso, claro.
Un retrato bellísimo y terrible, doloroso también, sobre ser joven y estar enamorado, sobre sueños, idealismos y estados de felicidad truncados por condicionamientos de todo tipo, sobre los estragos causados por el devastador paso del tiempo y por la acumulación de conflictos, sobre represiones sexuales y prejuicios sociales, sobre sociedades hipotecadas por conceptos económicos equivocados o actitudes ilusorias, erráticas que afectan irreversiblemente a tus congéneres, a los tuyos.
Pero no importa, como escribiera Wordsworth, y tal como recita –y tiene que recitar su texto- la protagonista femenina, Dennie, en uno de los varios momentos emotivos de una de las secuencias cumbre: “Aunque ya nada pueda hacer volver el esplendor en la hierba, la gloria en las flores, no debemos afligirnos, pues siempre la belleza subsiste en el recuerdo”. Quedémonos con eso, con la dorada fugacidad de los momentos vividos.
Porque es fácil que la amargura se adueñe ante la contemplación de sus imágenes o ante la más honda de las desolaciones según se aproxima el final, o quizás, se permitan un breve resquicio, un hálito de esperanza por los pasados momentos vividos por la pareja, cuando se enfrenten a esa postrera escena, al plano final. Es ahí cuando cobran más sentidos los versos del poeta anteriormente mencionados.
Unos resplandecientes, exultantes, Warren Beatty (en su debut en la gran pantalla), y una ya veterana (había sido una notable actriz infantil, DE ILUSIÓN TAMBIÉN SE VIVE por ejemplo) Natalie Wood de tan solo 21 primaveras (el mismo año que también encabezó el reparto de la arrasadora, irresistible y fundamental WEST SIDE STORY), confieren tremenda convicción y ardor juvenil a sus, respectivamente, ilusionadas, entusiastas, descompuestas y descarnadas criaturas, tanto como como lo somos o hemos podido ser cualquiera de nosotros, acumulando casi por igual parciales alegrías y abundantes desilusiones.
Y luego está esa exquisita, precisa, lírica, arrebatadora, tremendamente sólida puesta en escena por parte del genial Elia Kazan, un director fundamental en el desarrollo del cine en general, del estadounidense en particular. Utiliza su cámara como el más incisivo de los bisturís, desnudando conciencias, desenmascarando hipocresías, desentrañando subterráneos y equivocados conceptos acerca del (falso) sueño americano y de la propia condición humana.
No quisiera quedarme en sus conclusiones más evidentes, tal vez/o precisamente porque nuestras existencias no siempre derivan de la manera aquí expuesta… o sí. Retendré siempre en el recuerdo esas primeras manifestaciones de amor y vida, de luminosidad, entusiasmo y energía juvenil. Los irredentos peterpanes es lo que tenemos.
Tampoco quiero finalizar sin destacar otros aspectos fundamentales, como el primoroso y maduro –eso que a veces cuesta encontrar en cierto Hollywood actual- guion de William Inge, recompensado merecidamente con un Oscar. Un texto profundo en el sentido más noble y depurado del término, en el que las líneas sociales, denunciadoras, dramáticas, sentimentales o intimistas se van conjugando de manera ejemplar.
La música de David Anram pone las adecuadas notas para reflejar todo tipo de estados emocionales, anímicos. Los contrapuntea con elegante discreción.
Al contrario de lo que es su sustrato argumental, no pasa el tiempo por ella. Imprescindible. De esas que siempre figurarán en cualquier listado de 50 para llevarme a una isla desierta… o con tenerlas en el salón de casa también puede perfectamente valer. De hecho, con los años, experiencias y arrugas acumuladas, tal vez constituya este uno de los mejores refugios posibles contra la intemperie o, sencillamente, resulte un lugar de lo más placentero para ver solo o en compañía elegida este monumento artístico impreso en celuloide.