Sin ni un solo ápice de duda, es la que con más intensidad, emotividad y hondura refleja ese llamado espíritu navideño, el que dinamitara hace un par de siglos, pero tan solo en su fase inicial Mr. Scrooge, pues acabaría quedando también como símbolo de lo expuesto, en este caso literario y posteriormente cinematográfico.
Y creo que jamás se ha expresado mejor en una pantalla ese estado abstracto, intangible (¿o sí?), que supone la FELICIDAD, así, en mayúsculas, en su acepción más absoluta, en estado puro. La prueba del algodón de tan rotunda afirmación es ese plano casi final, con James Stewart corriendo exultante por las calles adornadas y nevadas de su ciudad, pletórico, rebosante en alegría una vez recuperadas las ganas de vivir gracias a la intermediación del “querubinesco” Clarence, necesitado de ganarse sus alas a través la salvación de la vida de aquel, del inolvidable George Bailey.
Pero, fundamentalmente es la historia de un hombre bueno. Y supone la certificación de que nadie es jamás un fracasado si cuenta al menos con un amigo. Trata también sobre lo esenciales que podemos llegar a ser en la vida de los demás, de los otros como decía la extraordinaria película alemana de idéntico título. Como dice el entrañable mensajero de la guarda “la vida de cada hombre afecta a muchas vidas y si él no está deja un hueco terrible”. O esa otra reflexión acerca de que los poderosos no tienen nada que hacer si todos los demás están unidos.
Un magnífico guion, un reparto irrepetible, en ebullición, en el que todos –hasta el último figurante- están sublimes, y una dirección prodigiosa, repleta de sabiduría celestial, de Frank Capra, impermeable al paso de los años, de irreductible humanismo y optimismo en lo social, daría como resultado esta obra indiscutible, capital, pareciera que cincelada por el mismísimo Hacedor, sobre el que no creo ni dejo de creer, pero que si realmente existiera o hubiera algo en el más allá me encantaría que se aproximara a lo aquí dispuesto vía lucecita parpadeante.
Por supuesto, resulta esencial su ejemplar puesta en escena, en la que posiblemente suponga su obra más representativa (aunque decir ello de este genio no deja de ser gratuito, dada la ingente cantidad de diversas piezas maestras que acumula), revalorizada con el paso del tiempo hasta límites impensables, hasta llegar a convertirse en emblemática, ineludible, obligado punto referencial en las televisiones de casi todo el mundo cuando llegan las fechas de Natividad. Aunque he de subrayar que nada de su prodigiosa filmografía tiene desperdicio alguno y que cualquiera de las diversas -recuérdense “La mujer milagro” u “Horizontes perdidos”- obras que la aglutinan bien pudieras ser también representativas, sobre todo las comprendidas en ese período que va desde mitad de los 30 a la de los 40 del pasado siglo.
Está repleta de secuencias memorables, como ese impresionante travelling final anteriormente citado, la del tarro del veneno, la del baile… cada una de las que conforman sus 130 minutos son una pieza de oro en sí misma.
De mi “top ten”, de mis imprescindibles de siempre. Y ya saben, cada vez que escuchen tocar unas campanillas, eso quiere decir que un ángel ha obtenido sus alas. Ni lo duden. E imaginen, claro, la sonrisa seráfica de Clarence.
(La pueden ver el 19 de diciembre en Los Clásicos de la Universidad Popular a partir de las 19:00 horas… entrada gratuita)