Esta necrología emocionada a uno de mis toreros preferidos va a contener palabras y frases por mí usadas en una elegía a Belmonte. Si todos los hombres son hijos legítimos de Dios e iguales ante la ley, todos los toreros son hijos predilectos del valor y el arte e idénticos ante los aficionados, sin distinguir estilos ni aplicar escalafones.
A la hermosura del arte del toreo —que a Emilio García Gómez le afligía por caduca y efímera, y a mí me desconcierta por sublime— le sigue la glorificación de sus hacedores alimentando una corriente de inspiración, sin tendencia a la baja en época alguna, a la que se van incorporando inagotables nacederos de vocaciones con que, en cualquier coyuntura histórica, seguir acaudalando una fiesta gloriosa, que, según Cela, nos pone a la cabeza del mundo para entender la lucha entre la vida y la muerte, en la linde misma de la mitología.
La muerte taurina es, por añadidura —y como fantástica contradicción—, la inmortalidad. Suerte y muerte son eternos componentes del toreo e inseparables compañeros del torero, al que hacen, por ese orden, gloriosos e inmortales. La muerte en el ruedo de un torero de inspiración y virtudes es como el rompimiento del cielo, la rasgadura del telón de la gloria hecha tarde celeste para una corrida celestial inacabable y sin descansos, con principados a caballo y ángeles de brega, destellos místicos de la Luz total y los acordes de una banda de arcángeles y querubines ante vírgenes manolas engalanadas con tul y gasas de seda en las barreras del coso edénico.
Es la sublimación del estilo y el arte del diestro fatalmente cogido, una confusión del tiempo y el espacio ‘petrificados’ para la posteridad en una escultura etérea de sentimiento y emoción —frágil y fugaz, pero de excepcional pregnancia—, fundiendo por los siglos de los siglos al hombre desangrado con el toro desangrado. Sin más peana que la soporte que el aire, sin otro adorno que el sol, sin mejor negativo donde se guarde que la retina de la plaza mirando por el todo y solo ojo, redondo como su anillo, del expectante circo atónito. Y sin duelo más sentido que su unísono grito suspirado hecho pésame de susto, dolor y lamento; funeral de canto, lloro y rezo; interrupción del rito ceremonial. Misterios de trinidad que el voluntarista quite aunado del graderío, a lo Obejuna, nunca podrá burlar.
Cuando la muerte del torero ocurre en plena faena, se une a la muerte el martirio, se mezcla arte taurino con martirio taurino y, con ese testimonio de fe en el arte y entrega a su causa, se llega al culmen de la gloria del torero que, además de mito —glorioso—, se hace ejemplo —glorioso— de otros predestinados a morir en el redondel. Y se vuelve acicate para los tentados a dejar de ser toreros por las dificultades de la vida, nunca por los impedimentos del toro. La gloria taurina es todo lo dicho por sabios y doctores desde que hay toros, pero sobre todo enigma de eternidad, misterio que, tras morir, permite estar presente en el futuro, ocupar el futuro desde el pasado en un presente permanente, conjugando en forma transitiva el verbo morir como ‘dar el sosiego de quien todo lo pierde’ (genialidad de la poetisa Carmina Casala).
Si la meta del escalador es llegar a pie adonde acaba la tierra, la del torero es llegar aupado por la muerte hasta donde vive la inmortalidad: Abandonar a hombros de la muerte el ruedo de la vida (‘ruleta de la existencia’) por la puerta de la fama (‘pórtico de la gloria’); pasearse por la eternidad a hombros de la muerte entre el aplauso de los vivos que en cada momento transitan por el mundo. Dicho de otra forma, no morir después de muerto, no estar muerto después de morir. Tocar gloria taurina. Gloria suprema para Ortega y Gasset, gloria absoluta para Ortega Spottorno y gloria eterna para quien, al creer en la vida trascendente, no puede dejar de hacerlo en la trascendencia del arte y la existencia artística del hombre artista, en nuestro caso el torero. Y hoy, más en concreto, Víctor Barrio, un nacido insigne en Grajera hace 29 años y un muerto insigne en Teruel hace pocas horas. Un escogido para, glorificando eternamente el toreo, glorificar a los toreros y a la afición. Porque para ti, Víctor, morir en la arena no fue morir. Ha sido triunfar en el ruedo universal y cruzar en volandas la puerta celestial de la gloria eterna y la eterna paz. Fuiste torero, torero eres y sempiterno torero serás.