Robert Eggers es uno de los nuevos, innumerables y talentosos cineastas surgidos en Estados Unidos, no mucho antes de la pandemia de covid. Debo reconocer que me sorprendió gratísimamente con su singular debut en 2015, “La bruja”, dentro de los parámetros del cine de terror… y algo, bastante más que su adscripción a ese género, con no ser eso poco. Su siguiente trabajo, “El faro”, reconocido por muchísimos alternativos e inquietos (he de admitir que el primero fue también así considerado por la mayoría de ellos, es decir que por tanto albergo genes gafapasta) me provocaría un profundísimo aburrimiento, aun reconociéndole méritos, como una espléndida fotografía en blanco y negro.
Es con su tercer trabajo, este “The northman”, “El hombre del Norte”, con el que me ha ganado definitiva, incondicionalmente para su causa. Y es una lástima que él mismo venga a admitir que este, el del mal llamado cine comercial y de gran presupuesto, no es el territorio por el que le gusta transitar, sino otros que me temo que de retomarlo me pueden seguir generando sopor. Y es que sus señas con las que dice identificarse beben más en ciertos ampulosos y metafísicos referentes europeo (Tarkovski, por ejemplo) que en el tantas veces apasionantemente narrativo de su país. De verdad que considero que sería una pérdida para la causa del gran cine, del que considero como tal, porque con esta tercera irrupción ha conseguido toda una pieza maestra.
Aporta al cine de vikingos la que considero hasta la fecha su mejor muestra para la gran pantalla (obviaré la relativamente reciente, extraordinaria y televisiva “Vikings”) junto o tras precisamente “Los vikingos” de Richard Fleischer. Y conste que el subgénero ha legado otros títulos brillantes, señeros, como “Los invasores (vikingos)” de Jack Cardiff, “Beowulf” de Robert Zemeckis o “El guerrero número 13” de John McTiernan… o incluso “El guía del desfiladero” de Marcus Nispel.
Pero lo aquí obtenido por Eggers es de una grandeza absoluta, difícil de poder desalojar de la memoria. De una brutalidad rayana en el gore, pues estamos ante una película salvaje, bárbara, pero también sensacional, fascinante.
Alexander Skarsgard otorga a su protagonista toda la fiereza, rencor acumulado y ardor guerrero necesario, al límite, paroxístico. Y todo ello para rehacer la historia del “Hamlet” shakesperiano, que a su vez estaba vaga o fielmente basado en una leyenda nórdica, lo que, al fin y al cabo, no deja de ser esta película. Es decir, estamos antes una historia de venganza en toda regla, pero que no apela precisamente a la finura de texto propia del Bardo de Avon sino a una visualidad que la emparenta con referentes más propios del comic más contundentemente gráfico y realista, un “Conan el bárbaro” elevado a la enésima potencia. De hecho, creo que hay un esmero especial en recrear signos, costumbres e iconografía propia de aquella tribu y de la época.
De lo que no cabe, o al menos a mí desde luego ninguna, la menor duda es que me resulta muy difícil permanecer impasible ante su arrolladora catarata de imágenes violentas, a veces de una recreación sanguinolenta que bien pudiera resultar gratuita a una mayoría impresionable o que no considera necesario algún despliegue de vísceras. Y gustarán más o menos, pero su fuerza visual bien pudiera llegar a someter al espectador más reacio a este tipo de espectáculos tan contundentes y explícitos. Por supuesto, en mi caso me dejo ganar encantado para la causa.
Y, desde luego, posee constantes detalles de distinción, desde una historia de amor en las antípodas de la ñoñería, una atmósfera que incrusta en el epicentro de la acción, hasta una imagen “valhalliana” difícil de olvidar y una nueva lección interpretativa de Nicole Kidman en un personaje con giros que da muchísimo juego.
Imponente. De lo mejorcito de 2022