Por primera vez en mucho tiempo, dormí plácidamente. Después de devorar el libro y tomar apuntes, me metí, con el clarear del día asomando por el hueco que dejaban los visillos, en la cama. Me llevé el libro, como tantas veces me había llevado la radio, y dormí con él, abrazando ausencias inconcretas, anhelos de esos que asaltan por la espalda, cuando más desprevenido estás. Y es que sólo podía pensar en que no había nadie a quién llamar, con quien compartir la alegría de haber evitado lo peor.
Me desperté a mediodía, con la impresión de que todo se había puesto en orden. Incluso me preocupó de nuevo el elevado precio de la habitación y me permití una mirada a las escurridizas tetas de la recepcionista que me recomendó comer en la Hospedería y me desaconsejó hacerlo, más con los ojos que con las palabras, en el Parador.
Me regalé un cocido completo. Antes de la sopa, con los fideos pasados, como me temía, tuve tiempo de tomar una cerveza y trazar, en mi cuaderno, un par de esquemas. La narración no estaba resuelta, pero había entrado, de nuevo, en un terreno reconocible, racional, asumible a pesar de ser abominable. Se abrían ante mí varias hipótesis, el camino se bifurcaba y era necesario elegir. Me inclinaba, quizás como una venganza, por la que conducía a un Morel obsesionado por la brujería que de algún modo había tropezado con un grupo de fanáticos, de locos, un anacronismo, en los términos de Murray. Este “coven” o lo que fuera, había decidido aprovecharse del pobre Morel, convertirlo en rey, en líder, en amo, en Satanás sustituto y sacrificarlo ritualmente. La conexión con el primer asesinato, el del niño, pudiera ser real o casualidad, poco importaba.
Los garbanzos estaban algo duros, pero las carnes me hicieron olvidarlos. Resultaba extraño que fuera reconfortante descubrir, por decirlo de algún modo, reconstruir, por decirlo de otro, un crimen. Pero así era. La muerte de Morel era producto de la vesania, de la superstición, sí, pero la de otros, no de la mía. Paradójicamente, necesitaba que los otros estuvieran perturbados para mantenerme cuerdo, porque si ellos, ellas más bien, las que fueran, Juana y Astrid, hasta las trece necesarias, con o sin su señor, estaban en sus cabales, entonces era yo el que flojeaba.
Las natillas del postre me resultaron un exceso, pero entraban en el menú. Por si fuera poco, las decoraron con una floreta, una cruz más bien, pues era la de Calatrava, rematando un plato abundante, generoso. Eché en falta la galleta María de mi madre, pensé en Proust y en su magdalena, que debía estar asquerosa mojada en té, y coroné el festín con una crema de orujo. ¿Y si Morel había sido asesinado por acercarse demasiado al culpable del primer crimen? Habían pasado demasiados años, pero si el asesinato, el despedazamiento, no había sido personal, sino institucional, religioso, la hipótesis podía, perfectamente, mantenerse en pie. No me gustaba esta opción porque le había cogido tirria a Morel. Me daba asco imaginarle. Y más cuando lo hacía junto a Astrid. Había una estúpida punzada de envidia o de celos.
Salí a un día soleado, que me invitó a pasear. Almagro se ofrece gustoso al caminante y gasté un poco de suela en sus piedras, sin prestar mucha atención a los detalles, esos en los que se centran las guías turísticas, como si a alguien, alguien normal digo, le importara lo más mínimo si la construcción de tal o cual iglesia comenzó en época de Carlos III o Felipe II. Me perdí en un laberinto de callejas al tiempo que me perdía sopesando por qué sentimos esa necesidad de comunicar lo que sabemos, de extender nuestras colas de pavo real ante seres la mayor parte de las veces indiferentes a nuestros desvelos.
Finalmente, me rendí a la pereza, me convencí de que el tiempo es ilimitado. Emboscada en algún lugar de mi cerebro estaba la seguridad de que tenía que terminar el guión y hablar de nuevo con la policía si quería poner el punto final a esta historia, pero me concedí una prórroga.
Entonces, justó al cerrar la puerta de mi habitación, al oler los barnices de las maderas que la vestían, se despertó el gusano de la duda, recorriendo de arriba abajo mi estómago. Podía explicarlo casi todo. De hecho, tenía dos o tres explicaciones dispuestas a desarrollarse, según me conviniera, menos la puñetera luz que salió de mi habitación mientras la miraba desnudo, que sobrevoló mi cabeza y me heló la sangre. Me agarré a la pesadilla, al duermevela traidor, al maremágnum de sentimientos, miedos e instintos. Me aferré a ellos como la madre se aferra al teléfono sin batería de su hija cuando se prolonga su ausencia, como el padre al error de identificación cuando llama la policía, como la abuela a la fe cuando todos lo han asumido ya.
Esa nimiedad, ese detalle que no podía tirar sin más a la basura, me llenó de nuevo de inquietud y ésta me sacó de la habitación y me metió en un bar, y luego en otro.
La cerveza fue enturbiándome la vista al tiempo que me prestaba una lucidez impostada. Mantuve largas conversaciones conmigo mismo, sospecho, a juzgar por cómo me miraban algunos, compañeros de naufragio o alegres excursionistas, que no siempre fueron interiores. Conan Doyle me susurró aquello de que “cuando se descarta lo probable, lo que queda, aunque parezca imposible, debe ser la verdad”. Senté a mi mesa a Wilkie Collins, Simenon y Hammetthompson. El primero hizo un resumen brillante de los pasos que nos habían conducido hasta aquí y propuso una estúpida explicación sobre mi china en el zapato, algo sobre la ingesta accidental de alucinógenos. El belga le dio una calada superficial a su pipa, entornó los ojos y masculló: “Tal y como yo lo veo, el único problema es que se ha dejado embaucar por su ego. Comparto su soledad, pero no entiende qué beneficio puede sacer de inmiscuirse en esta historia. Y más, habiendo, como hay, un burdel no muy lejos de aquí”.
Hammetthompson se militó a mirarme, con indiferencia. “Quizás necesites una pistola”, condescendieron a decir al cabo de un rato.
Todos los bebedores de cerveza saben que hay un punto de no retorno, un Rubicón: la primera vez que vas al servicio. Desde ese momento debes alternar bebida y paseo a los infiernos, en un bucle infinito, una rutina que se retroalimenta. Dejé mi reunión, que iba tomando tintes escabrosos con la aparición de los irlandeses (Le Fanu, Stoker y uno que no reconocí), para aliviarme momentáneamente.
Regresé con la cabeza gacha, tratando de evitar los obstáculos, las sillas y mesas que poblaban un bar demasiado pequeño, como todos los de aquella enorme Plaza Mayor. La vi apenas un instante cuando alcé la cabeza. Me miraba fijamente a través de la cristalera gastada, dos ojos azules, líquidos, hospitalarios. Quise salir precipitadamente, alcanzar el exterior, respirar, sentir el frío, el suyo o el de la noche. Se me interpuso un niño rubio y una silla. Caí y me levanté avergonzado, ayudado por un par de parroquianos, individuos que amasaban ya su saña, su historia de desprestigio, que lanzarían a los cuatro vientos poco después. Pagué como pude y hui, buscando, no escapando, como son las huidas verdaderas.
Me rendí poco después. Tuve que sentarme. Me dolían la rodilla y los riñones mucho, a pesar del efecto analgésico del alcohol. No muy lejos de la Plaza, había desaparecido el bullicio. La noche se había quedado fresca y no tardé demasiado en sentir cómo la piedra de aquel banco, granito basto, compartía el frío por el trasero, para subir ya por la columna. A mi espalda se levantaba la iglesiona algo pomposa a la que había entrado Ruipérez, demasiado grande para los hombres, demasiado pequeña para un dios que tuviera cierta prestancia. Dobló la esquina una pareja, excesivamente ruidosa como para estar enamorada. Cuando se perdían sus voces, mi cabeza regresó a su posición anterior. Ahí estaba. Sentada. Junto a mí. Sonriendo. Me tomó la mano, congelada por entonces. “Ven”, escuché. Y perdí el conocimiento.