Hemos convertido el campo de las palabras en un territorio bélico por muy diferentes razones.
La primera de ellas es probablemente por el uso que hacemos de términos como terrorismo, nazismo o fascismo. Cada comportamiento diferente del nuestro recibe alguno de estos calificativos con una facilidad realmente asombrosa. Una manifestación conservadora diferente de la nuestra es calificada de fascista con facilidad. Un comportamiento poco tolerante recibe el calificativo de nazi en un momento y una actitud contraria al sistema establecido es calificada de terrorista con rapidez. Las palabras han perdido su significado y las utilizamos con una facilidad y ligereza que no hace nada bien ni a la cualificación real de las actuaciones de los demás ni a la elemental norma de convivencia y de respeto de las libertades de los otros. Y por otra parte parece que se quiere disminuir la importancia y la gravedad de actuaciones como el nacismo, el fascismo o el terrorismo convertidos simplemente en chistes de un momento.
Y el campo de las palabras se ha llevado al territorio de los jueces. Resulta aberrante que una manifestación jocosa, de mejor o peor gusto, pueda ser calificada de terrorista y suponga una importante condena legal. El derecho al respeto de nuestras ideas y nuestras convicciones pasa por el respeto esencial a las ideas de los demás y a sus manifestaciones. A muchos no nos gustan nada las manifestaciones contra las creencias religiosas de determinados colectivos, pero resulta fundamental respetar esa posibilidad de manifestación de los demás. El camino de la ironía es un buen territorio para la manifestación jocosa. Alguien decía que ironía tenía que ver con l apalabra ireneia (paz en griego). El sarcasmo es, sin embargo, la ironía que ha perdido su alma dice Barnes. Las manifestaciones sobre ideas, comportamientos éticos y sociales deberían dar prioridad a un principio de libertad por encima de la pretendida ofensa de cada uno a su forma de pensamiento. Si a ello añadiéramos una buena dosis de educación democrática mejoraríamos de forma notable.
Las palabras grandilocuentes de algunos defendiendo determinados principios parecen convivir difícilmente con un principio fundamental de respeto de la libertad de todos a expresar sus pensamientos y convicciones. Las palabras diversas son necesarias y deben tener su cabida en una sociedad democrática. Y por ello las acusaciones graves de terrorista, nazi o fascista deberían estar reservadas para los ámbitos que realmente corresponden y donde tienen su respuesta legal y judicial correspondiente.
Otro campo más difícil de explicar es el de la corrección política en muy diferentes temas. El aprendizaje de la jerga de cada ámbito resultada cada día más difícil y más destructor del lenguaje rico y plural de la sociedad. Hay términos, expresiones que son claramente peyorativas y que deben suprimirse del uso normalizado. Pero tampoco podemos avanzar a una utilización impuesta de términos, expresiones y formas que proceden de ámbitos de pensamiento muy singulares y posibles objetos de debate. La dictadura del lenguaje puede ser un camino también peligroso y medio de control que quiere establecer pensamiento uniformes y monocordes.
En caso de duda, la libertad debería prevalecer por encima de moldes de control legal o social. Las palabras son armas cargadas de futuro, pero por ello tienen la fuerza que debe armonizarse con la libertad de la convivencia.