Siempre ejerció sobre mí una especial fascinación BAND OF ANGELS, pues este es el título original del por otra parte no tan disparatado español de LA ESCLAVA LIBRE. Una producción estadounidense bajo égida de la Warner Bros, fechada en 1957, y que constituye una variante cogida por los pelos, muy rica temáticamente, vistosísima, un tanto atrevida y compleja de LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ.
Tal vez tuviera que ver el hecho de haberla visto de niño, cuando todavía tenía reciente la más floja pero impactante LA CABAÑA DEL TÍO TOM, ésta todo un acontecimiento en la España del momento. En mi incipiente y tierno subconsciente no podía entender por qué se perseguía a la gente por su raza, por distinto color de piel, si al fin y al cabo eran iguales que cualquiera de nosotros en lo esencial. Esa elemental, tempranera, pero concluyente reflexión no he hecho sino reafirmarla aún más contundentemente con el paso del tiempo.
Viene todo esto a cuento porque este es el leiv motiv principal, bueno uno de ellos, puesto que la historia de amor de la pareja protagonista es su principal línea argumental y no tiene desperdicio alguno se coja por donde se coja, de una película que despliega una narrativa y fotografía (espléndido trabajo de Lucien Ballard) cautivadora, luminosa.
La dirigió un maestro, Raoul Walsh (EL ÚLTIMO REFUGIO, MURIERON CON LAS BOTAS PUESTAS, TAMBORES LEJANOS), que había surgido en el mudo, por tanto sabía lo que era contar una historia sin apenas palabras (pues hasta en aquel cine había el recurso de los cartelitos con texto), jugando con las miradas o los silencios (aunque aquí no haya precisamente muchos), también sorber la vida a borbotones por su aventurera manera de encararla desde muy joven y hacer gala de una enorme capacidad para narrar inmejorablemente con la cámara, poniéndola siempre en el lugar preciso, tal como sucedía con coetáneos suyos como John Ford, William Wyler o Michael Curtiz.
Una buena parte de la crítica nunca la tuvo en excesiva consideración, la consideraron un folletín escasamente consistente. Como supondrán no solo discrepo, sino que matizo que ese supuesto folletín se encuentra superado por esa manera tan hermosamente clásica que tenía Walsh de resolver las historias, hasta el punto de que hoy en día se puede contemplar como una estilizada y bellísima estampa, una evocación de tiempos pasados del ya lejano Sur de los Estados Unidos. Ese sublimado por Margaret Mitchell, aquí sustituido en su escritura inicial por el igualmente sureño Robert Penn Warren, autor del texto original, o del de aquella formidable TODOS LOS HOMBRES DEL REY, todo un conocedor de los ambientes descritos.
Las primeras escenas, la primera secuencia que ya pone en situación, comienza a captar la atención para no soltarla jamás, de un idílico engañoso por lo que vendrá a continuación, son de una serenidad y belleza ejemplares. Esa cría esperando la llegada de su padre, esos algodones de azúcar que este le regala… Y de repente, se produce la tragedia y la película cambia de tono. Ya echa toda una jovencita, vuelve a haber un cambio de rumbo cuando aparece en escena un antiguo tratante de esclavos. Y es en ese momento, cuando se impone una historia llena de pasión, de tempestades interiores, repleta de cicatrices, intensa. Y tampoco contaré mucho más.
Clark Gable, que había trabajado con Walsh dos años antes en el magistral western LOS IMPLACABLES y el anterior en el atípico y más que atractivo UN REY PARA CUATRO REINAS, e Yvonne De Carlo, una de las reinas del exotismo en technicolor, transmiten puro fuego y brasas incandescentes a esas criaturas. Alguna colega ha establecido similitudes nada descabelladas con CUANDO RUGE LA MARABUNTA. El primero estaba más que ducho en la faena que le tocó lidiar, en ese individuo de vuelta de todo, perdedor de unas cuantas batallas, pero incapaz de arrojar la toalla a la hora de ofrecer su corazón. Ella no se achanta, digna, temperamental, elegante, deslumbrante, bellísima.
También pueden disfrutar con la presencia de un jovencito, todavía incipiente en el panorama artístico, Sidney Poitier, en un papel con sustancia, con cierta relevancia dentro de su cometido aparentemente más secundario o menos relevante.
Y claro, está de nuevo un elemento fundamental, la banda sonora del inevitable Max Steiner, uno de los compositores de música cinematográfica más laureados de la historia, asociado casi siempre con el sello Warner.
Además, barcos de vapor con paletas, trata de esclavas, señoriales mansiones, tipos atormentados, mujeres supervivientes, criaturas expuestas y desubicadas, espirituales negros, constituyen el paisaje de atrezzo y humano que conforma esta obra maestra.
Se gestó dos años después de otra producción que también albergaba ecos y aromas de la fundacional LO QUE EL VIENTO… Su título, EL ÁRBOL DE LA VIDA. Tenía otras connotaciones e incluía otras aportaciones, aunque en algún punto coincidían. Como sucedió con esta, la larga sombra de su mítica antecesora no le hizo bien, pero creo que hoy en día puede ser contemplada, o así la considero, como la gran superproducción y estupendo melodrama que es.
Exactamente igual que mi amada ESCLAVA LIBRE.