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26 abril 2024
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‘Creer’. Capítulo VII

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A la mañana siguiente pasé por mi piso, básicamente a ducharme y recoger el cepillo de dientes. / Clara Manzano
Francisco J. Otero / CIUDAD REAL
Séptima entrega de 'Creer', la novela policíaca del escritor y periodista ciudadrealeño Francisco J. Otero, que los lectores de Lanza podrán ir leyendo día a día, hasta el próximo 14 de abril

Curiosamente, fue sencillo dar con Alpha Original, que no era ninguna sociedad secreta. Llamé al número de teléfono que aparecía en su web, que, por cierto, hacía años que no se actualizaba. Me respondió inmediatamente un tal Rosendo, que no dudó en invitarme a visitarle al día siguiente.

Dormí bien, por primera vez en mucho tiempo. Rosendo era un tipo pequeño, con la cabeza un poco grande. Vivía en un piso completamente normal del centro de Madrid, es decir, decepcionante. Me informó de que Alpha Original no funcionaba desde hacía algún tiempo. “Queríamos patrocinar investigaciones serias en torno al mundo del misterio”, decía, entregado a una nostalgia que a mí se me antojó ridícula, “por eso aceptábamos gente de muy diversos ámbitos. Nos interesaban todas las opiniones, todos los puntos de vista, hasta que nos dimos cuenta de que aquello se estaba convirtiendo, con perdón, en La parada de los monstruos y lo dejamos morir”.

Pasando por alto el chirrido que oía con eso de la parada, le pregunté por Juana, por Astrid más bien: “Venía ocasionalmente. Apenas hablaba y desde luego, yo no la recuerdo charlando con Morel, que era un fijo, pero con el que nadie tenía, si no me equivoco, más que una relación superficial, como le dije a la policía en su momento”.

Antes de que pudiera insistir, continuó: “También le conté a la policía lo de Rosaura, pero no les importó”. ¿Lo de Rosaura? “Nuestra médium. Le aseguro que tiene una sensibilidad especial. Me gustaría explicarlo mejor, pero de momento no somos capaces. La primera vez que coincidió con Astrid, poco antes de la muerte de Morel, tuvo un ataque histérico. Nunca la había visto así. Después de aquello, ni la una ni la otra volvieron. Rosaura no quería hablar del asunto. Casualmente, la vi hace un par de años. Se mostró bastante más locuaz. Creía que Astrid era una especia de demonio, una personificación de una deidad asociada a Diana, o algo por el estilo. Si quiere mi opinión, creo que exageraba. Astrid era más bien una muchacha asustada, que había convertido el miedo en ira, pero sin duda Rosaura percibió algo. ¿Sabe? Ver no es entender. No sé si me entiende”.

El mismo Rosendo llamó a Rosaura y me acompañó a visitarla. La médium sí que no decepcionaba. Vivía apenas a quince minutos andando de la tranquila trivialidad de Rosendo, en un decorado de cartón piedra en el que no faltaba una bola de cristal. Rosaura era ya mayor, libre de la opinión de los demás, pero esclava de la suya propia. Daba la impresión de que intentaba parecerse a la mujer que quería ser.

Después de los saludos convencionales, nos sentamos, se levantó, me puso la mano en el hombro y permaneció en silencio unos incómodos segundos, tras de los cuales pareció darme el visto bueno. Regresó a su sillón y me preguntó: “¿Qué quiere saber exactamente?”

Le conté la versión completa de la historia. Rosendo, al que había ofrecido una parcial, fue sorprendiéndose según avanzaba; Rosaura cerró los ojos y escuchaba sin hacer un solo gesto. Cuando escupí todo, me sentí aliviado. La verdad es que me hubiera gustado levantarme y marcharme, lo que me estaba haciendo falta era contar lo que sabía, y terminar, quizás, el guión.

  • Gracias- dijo Rosaura, cerrando el paréntesis que había abierto al callarme.
  • No sé por qué.
  • Ahora entiendo algo de lo que sentí cuando vi a Astrid por primera vez, o a Juana como usted la llama.
  • ¿Y qué sintió?
  • Puedo rozar las almas. Es como cuando usted acaricia a alguien. Puede notar si la piel es tersa o áspera, si es dulce, si los músculos están tensos o viven cansados. Yo acaricio almas y veo si están tocadas por la bondad o por la envidia o por un deseo de venganza o por el miedo o por el amor. La suya, por ejemplo, está sedienta. Tiene usted que darle de beber.
  • No la entiendo.
  • Yo creo que sí, pero da igual. Siempre pensé que el Mal no existe, sino que hay almas sensibles, obsesionales, por llamarlas de algún modo, que se dejan llevar por sus apetitos hasta perder la conciencia del otro, que es lo que nos hace humanos, es decir, sociables: entender que el otro podría ser yo. Hasta que acaricié a Astrid. Ella no buscaba, no quería nada. Estaba en completa paz con su naturaleza. No había angustias, ni miedos, ni dudas. No necesitaba ni pedía: cogía lo que creía que era suyo. En definitiva, aquella mujer no era humana.
  • ¿Era, pues, malvada?
  • Si quiere usted decirlo así… pero no es eso. Era capaz de hacer cualquier cosa que al resto nos repugnaría, moralmente, físicamente incluso, pero no para regodearse ni para sentirse poderosa o humillar a su víctima. Lo que acaricié fue como el viento o el Sol. ¿Cree usted que un tsunami, un volcán o un terremoto son malvados?
  • Y usted, ¿cree en brujas?
  • Pregunte mejor. Es indiferente lo que yo crea. Lo importante es que ellas lo crean.
  • No sé si le sigo.
  • Mírelo así: que exista Mahoma, Dios o Yavhe, les importa una mierda a las víctimas del 11M, a las de las Torres gemelas, las de Londres, a los sunitas o chiitas que mueren a cientos todos los días. Son los verdugos los que necesitan a los dioses para justificarse. Pero este no parece el caso con Astrid.

Hubo un momento en que creí entenderla y que ese entendimiento me iluminaba un territorio nuevo, pero fue sólo un fogonazo.

  • Rosaura, ¿está en peligro?- preguntó Rosendo lo que me preguntaba yo.
  • Claro- respondió cristalina, casi jovial.
  • ¿Y qué debo hacer?
  • Ponga espejitos, olvídese de todo. Tal vez tenga suerte y en su camino se cruce otra cosa.

Sonó el teléfono, pero Rosaura no lo cogió, lo dejó retumbar, enfermizamente.

  • ¿Y si quisiera encontrarla?, ¿enfrentarme a ella?
  • Tiene las raíces profundas- contestó Rosaura, que parecía complacerse en hablar en clave- Quizás esa sea su principal virtud y su principal defecto. Es un ser esencial. Se nutre de la tierra, del agua, del abono que le proporciona nuestra vida. Le he dicho que no es humana, pero no que sea inmortal.
  • ¿Qué me aconseja entonces?
  • Usted ya ha decidido. Tenga cuidado y suerte.

Rosaura nos despidió casi a trompicones y yo le pagué con la misma moneda a Rosendo, que parecía empeñado en trazar un plan, buscar documentación, consultar con más “expertos”, mantenerme protegido, controlado…

Anduve por el Madrid de los Austrias, incapaz de pensar en Juana o Astrid. Trataba de enfocar mi historia objetivamente, como un guión más, pero la mente se me iba a Carrere. Tras las casas empedradas se escondía leyendas que olían azufre y rutinas que apestaban a coliflor. Definitivamente, lo mío no era lo extraordinario.

Me detuve en bares nuevos alojados en locales antiguos, hasta que se me acabó el dinero. No tuve valor para regresar a casa y dormí, mal, en un banco.

A la mañana siguiente pasé por mi piso, básicamente a ducharme y recoger el cepillo de dientes. ¿Cuánto cuesta un cepillo de dientes? ¿Dos euros? ¿Tres? ¿Cuatro? Es ridículo cómo nos comportamos cuando se nos olvida. Podemos pagar cinco veces más por entrar a un museo, por un absurdo trayecto en un barco a ningún sitio, pero nos duele en el alma cuando viajamos sin él. Creo que tiene que ver con la intimidad, pero no tengo tiempo para desarrollar una teoría lo suficientemente coherente, lo suficientemente estúpida como para olvidarme, al menos por unos minutos, de esta obsesión, de este nudo en la boca del estómago, de este abismo que se abre a mis pies. De chaval, cuando era el tiempo de las proezas, de escalar a lo más alto del árbol, de mi casa a la del vecino (un sexto), la fascinación por el vacío era controlable, probablemente porque intuía que era excesivo el despilfarro, que todas las cosas tienen un precio y mi vida escondía todavía tesoros mucho más preciados que aquellos cantos de sirena. A partir de una edad, dejamos de subir, de exponernos, pues de alguna manera sabemos que el riesgo es excesivo, que la balanza se inclina cada vez más hacia el vacío. Me fui a Almagro.

Soy hombre de costumbres: perezoso. Me alojé de nuevo en el mismo hotel rural de precio demasiado elevado para mi bolsillo. En mi móvil, una llamada perdida, de un número interminable, presagio de desgracias. Llamé a Alfonso García de Algo con vergüenza, pues no recordaba su nombre. Se mostró de nuevo tranquilizador. Quedamos en encontrarnos a las ocho, en Daimiel. Merodeé por Almagro, escudriñando rostros, buscando a Juana o Astrid entre caras dignas, hacendosas, cansadas, en las que sorprendí más ojos claros de los esperados, menos complicidad de la que dicta el primitivismo ideológico, la misma extrañeza que causa el otro habitualmente.

La falta de sueño y comida, el miedo y la ansiedad, no son buenos ingredientes para ningún cóctel, de eso estoy seguro.

Comí de mala manera, dormí una siesta para nada reparadora y salí, demasiado pronto, hacia Daimiel. Deambulé por el pueblo deslavazado, haciendo tiempo para no llegar mucho antes de lo esperado, de lo educado, a casa de Alfonso, donde éste me había citado. No lo conseguí, y quince minutos antes de lo acordado aporreaba su puerta, pues el timbre no parecía funcionar.

Me abrió un hombre menudo, de ojos claros y pícaros, vestido de negro, amable, paciente con mi torpeza al explicarle, de nuevo, el motivo de mi visita. Nos sentamos en un patio interior. Una mujer, que yo creí su mujer, nos sirvió café y unas pastas, mucho mejores de lo que prometía su aspecto, extrañas, deformes.

  • ¿Podría usted ayudarme a dar con esa mujer?
  • Su historia es… ¿cómo le diría? Extravagante. Y sus pretensiones, aún más. Pero si está por aquí, no será difícil encontrarla. Esto no es Madrid: puedo preguntar aquí y allá.
  • Hágalo, por favor.
  • Lo haré- suspiró- pero debe prometerme que leerá algo- afirmó, levantándose pesadamente. Desapareció por una puerta que daba a una habitación oscura, lo que aproveché para comerme un par de pastas más.
  • Tome- me sorprendió apareciendo por mi espalda.

Lo cogí con la mano en la que no tenía la pasta, alargada, irregular.

  • Están buenas, ¡eh!
  • Mucho.

En mi mano tenía un libro. Estaba, por aquel entonces, harto de libros, de artículos, de palabras. Necesitaba algo más y me dejé llevar por la decepción. Aun así, la lealtad con los viejos gustos, me empujó a acariciarlo, a sopesarlo: blanco y muy usado, una edición resistente de El dios de las brujas, de una tal Murray, descansaba entre mis manos.

  • Léalo con calma. Creo que explica algunas de las cosas que me cuenta.
  • Lo haré. ¿Cuándo puedo volver a verle?
  • Cuando quiera. Pero deme un par de días. Para buscar, ya me entiende.

Alfonso me acompañó a la puerta. Por el pasillo nos espiaban cornamentas de ciervos, incluso alguna cabra, y me vino a la cabeza que allá, en las sierras de Ávila, donde pasaba las vacaciones de la infancia, las llamaban “machos”. Recordé, entre tinieblas, una danza, con un individuo llevando en su cabeza aquellos cuernos, con una luz en medio y una cuerda colgando, coleando.

  • ¿Caza usted?
  • Nunca.
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