Bajo el fregadero está la clave, todo lo que se ha perdido, lo que da sentido e identifica, la conexión con lo terrenal y las raíces, alimentado por una esperanza en forma de pájaro verde.
Bajo el fregadero están las cañerías por las que se lanzan los despojos y en las entrañas de ese submundo sobrevive Ninette 18 años después de ser enterrada viva por su suegra, la extravagante y soberbia Tartagliona, quien, cual diva en declive, se aferra a mantener el dominio de los corazones de los que la rodean, entre ellos el de su hijo.
Terminará viviendo décadas, quizás centenares de años más como tortuga, mientras que su astrólogo, el maquiavélico Brighella, quedará convertido en asno en esta fábula de Carlo Gozzi por la que discurren diferentes corrientes filosóficas, fluye el halo de fantasía de los cuentos de hadas, aparece el humor y socarronería de la comedia del arte, hay cierto perfume de surrealismo mágico que recuerda a Jeunet (Amélie, Largo domingo de noviazgo) y emergen canciones que podrían hacer de este cuento un musical como ocurre con relatos como el del Mago de Oz.
La producción de Sandrine Anglade, que rescata este valioso texto no representado antes en España por una compañía profesional, ha elegido canciones italianas de los años 60 y 70 que están en la memoria colectiva como Gloria y que sirven, a modo de pachanga, para relajar músculos y destensar una trama basada fundamentalmente en el viaje de búsqueda de identidad de los hijos de Ninette, los gemelos Renzo y Barbarina, a quienes la reina madre ordenó arrancar el corazón nada más nacer.
Compadecido, el primer ministro Pantalon le entregó los corazones de dos cabritillos y lanzó al río, recubiertos en fuertes telas, a los gemelos que fueron encontrados por la enternecida Sméraldine, quien los crió con leche de sus propios pechos junto a su marido, el carnicero Truffaldino. Brillantes son las interpretaciones de Laurent Montel y Christine Joly como esta pareja de carniceros, los personajes más terrenales de la fábula, que hacen saber en medio de una disputa por los escasos beneficios del negocio que los dos vástagos que han criado durante 18 años no son sus hijos naturales.
Muy Delicatessen es la cabeza de cerdo en una puerta con la que se recrea la entrada a la carnicería y del teatro del absurdo la acción de Sméraldine metiendo la cabeza en un cubo de zinc para llorar, no escuchar o esconderse cuando desvela el secreto Truffaldino, quien insta a los jóvenes a marcharse de su casa.
Viaje de búsqueda
Envueltos en hules de colores, los adolescentes son dos repipis empollones de los extractos filosóficos que hallan en las hojas con las que el carnicero envuelve las salchichas y, muy sofistas ellos, espetan que no les echan, sino que se van proclamando que el amor o el aprecio no puede sino corromper la pureza de su elevada filosofía.
Lobotomizados por fanática ortodoxia dejan estupefacta a Sméraldine que, a base de tirones de orejas, trata de reconducir a los dos remilgados. Pero no será hasta que pasen hambre, frío y temor en la noche oscura cuando empiecen a flojear sus convicciones, que vuelve a poner en duda una estatua de brillante armadura que les recuerda que en el desprecio no hay virtud y que es en el amor al prójimo donde crece el amor a uno mismo.
A modo de piedra filosofal les otorga un guijarro que lanzado sobre la fachada del palacio de la reina madre hace brotar como un champiñón en una noche otro palacio aún más suntuoso, donde pasan a vivir en abundancia los dos hermanos, transformándose por completo sus criterios sobre lo material, en especial Barbarina, quien se vuelve pijotera y presuntuosa sin que nada consiga saciar su avidez material.
Pero también sucede que regresa su padre natural, a quien no conocen, el monarca Tartaglia, después de guerrear durante 18 años contra rebeldes en los confines de su reino y llega con el alma abatida, con su gravedad real por los suelos, al no poder olvidar ni por un instante a su esposa Ninette. Como una frágil bailarina de papel, se desmorona el rey, interpretado magníficamente por Damien Houssier, que aúlla en la soledad y sintiéndose títere de la cruel Tartagliona se enfrenta a la mano que meció su cuna y que despachó con mentiras de infidelidad a su esposa.
Da vida el actor Alain Marcel a la fantasiosa Tartagliona, de cuya abombada armadura de su falda cuelgan decena de bragas de puntilla de colores. También de múltiples estampados son los bóxers de la falda a lo Menina que lleva la caprichosa Barbarina, quien, sintiéndose poderosa en la abundancia, galantea con el rey sin saber que es su padre y a quien en un santiamén conquista en una escena en la que todo es ropa íntima, la que tiende la moza y los sostenes, ligas y medias que coloca para que se sequen su abuela.
La insatisfacción de los dos hermanos -ella codiciando lo banal y él enamorado de una estatua, Pompéa- les llevará al jardín del hada Serpentina a lograr la manzana que canta y el agua que baila, y más tarde al monte del ogro en busca del pájaro vede quien, con sus dodecasílabas intervenciones y tras una prueba que conduce hacia el amor al corazón de Barbarina, logra que desaparezca el sortilegio que le tenía convertido en ave y recupera su condición original de rey de Tierradesombra, desposándose con la joven princesa y rescatando de debajo del fregadero a Ninette para goce de Tartaglia.
La obra, que sucede bajo, sobre tierra y en espacios encantados, cuenta con muchos niveles de lectura y distintos ideales filosóficos aparecen representados como personajes de una baraja en el reino de Tarots, aunque el rey duda de si se tratará de la tierra de los tarados ante la convicción con la que defienden sus postulados. Así, aparece desde el pragmatismo “post-post-postmoderno” del carnicero hasta el sofismo más purista en el que se embarcan los gemelos a quienes también rondan los peligros de la vanidad y la codicia.