Los periodistas de Lanza, la arquitecta Ana Palacios y nuestro experto en cuevas, José María Díaz, hemos visitado hoy la cueva de la familia Díaz en la calle Claudio Coello, una cueva de pequeñas dimensiones, pero realmente bella, y en ello mucho tiene que ver el buen y constante mantenimiento que le han dedicado sus propietarios. Es una bonita forma de homenajear a su abuelo, Sinforiano Díaz Palacios, que construyó la cueva en 1961, y a su padre, Sinforiano Díaz Jiménez, que también trabajo en ella. El picador fue Antonio Rodrigo “Mochirres” y los tinajeros José María Díaz y su padre.
Cuenta Félix Díaz que la cueva se construyó en una época en la que empezaba a repuntar el movimiento cooperativo. “Mi abuelo y mi padre se lo pensaron mucho, pero finalmente la construyeron. Yo los vi trabajar aquí a los dos”. Y lo que construyeron fue una auténtica joya , una cueva octogonal, de vivos colores que alberga ocho tinajas de 450 arrobas y dos más pequeñas de 80 arrobas. El color del suelo, que se ha retocado, presenta los tonos del originario de la cueva, unos tonos granate, amarillo y…. que le dan mucha vistosidad. Esa forma octogonal de la cueva se puede ver en tres niveles: en el desgarre de la lumbrera, en el empotrado y finalmente en el piso. La cueva dispone de dos pozatas, la balaustrada es de hierro y contiene muchos elementos decorativos: la moldura, las ménsulas y los plafones. Las dos tinajas más delgadas evocan recuerdos en José María. “El operario que se metía a enlucirlas por dentro apenas se podía mover”.
Mirando al techo, que se encuentra en la tosca, descubrimos también la canilla del jaraíz que era donde se enganchaba la manguera que distribuía el mosto por todas las tinajas. Siempre que visitamos una cueva nos llevamos hermosas lecciones. Félix Díaz habla del remecedor “con el que movíamos la casca que daba más cuerpo al vino y evitaba que sufriera alteraciones en sus propiedades, evitando la oxidación. Esta casca era la que se remecía y con el tiempo se depositaba en la parte baja de las tinajas, lo que eran las madres. También se utilizaba azufre que era otro bactericida”.
La escalera es larga y recta con paredes encaladas y los peldaños pintados en tono gris. Impresionan los pilares que son del terreno, es decir, moldeados por los picadores, lo mismo que una maravillosa bóveda de crucería que hay en el punto intermedio de la escalera. Preguntamos a los propietarios por el mantenimiento y responden que “las paredes, por la humedad, hay que encalarlas con más frecuencia, pero las tinajas aguantan mucho más tiempo. Durante mucho tiempo éramos nosotros los que nos encargábamos de mantenerla, pero ahora por motivos de tiempo nos realiza el trabajo un pintor”.
Félix Díaz sigue recordando episodios de la cueva, como cuando su padre o su abuelo le decían que cerrara la tapa de la lumbrera porque empezaba a llover, “algunas vez se nos olvidaba” o el uso de las tinajas más pequeñas para almacenar cereal.
Los constructores de la cueva dejaron preparada una puerta a cada lado de la escalera pensando en una ampliación que, a la postre, no se produjo. Ya contamos al principio del artículo que la cueva fue construida cuando arrancaba el movimiento cooperativo en Tomelloso. Cuando subimos por la escalera para abandonar la cueva, nos quedamos embelesados otra vez por la belleza de la cueva. José María vuelve a elogiar el trabajo de aquellos picadores que, sin apenas conocimientos, hacían unos cálculos de espacio y volúmenes prácticamente perfectos.