Francisco J. Otero
Almagro
Es fácil caer en el tópico con Lorca. Para evitarlo, El Taular ha buscado el arquetipo, los arquetipos más bien, que sustentan Bodas de Sangre y los ha redibujado en un escenario celta. El primer plano sigue siendo el mismo, pero en el segundo, en el paisaje y en los secundarios, ahí donde radicaba la fuerza de las películas de John Ford, se perfilan tipos irlandeses, se oyen acentos galaicos, gallegos e ingleses en las muchas canciones que jalonan una obra cuyo escenario es un Stonehenge versátil, cuatro megalitos toscos. La “excusa” es que Lorca quedó, en 1921, impactado con la representación de Jinetes hacia el mar, de John Millington Synge, cuyo tono influyó mucho en su ciclo rural. Es curioso, pero la trayectoria dramática de Lorca, que es más un dramaturgo que alcanza su máxima expresión poética sobre las tablas que un poeta que hace teatro, pasa antes que su obra en verso por la gripe experimental para acabar en lo esencial. Vamos, que antes de La casa de Bernarda Alba o Yerma, Lorca ha probado con la inquietante Así que pasen cinco años o la irrepresentable El público.
El Taular, con José Vicente Gómez al frente, es un grupo amateur por lo que se refiere a la pasta, porque cobrar no cobra, pero no en cuanto al diseño de sus proyectos, ambicioso siempre, obligatoriamente austero. Descansan sus montajes, incluida esta boda de sangre, en el talento, el conocimiento y las ganas que derrocha. La lucha entre los dos modos, complementarios y enemigos, de ser hombre, el social y el telúrico, visto a través de los ojos de las mujeres es puesta de relieve, agigantada, en esta lluviosa versión de El Taular. Ese es el tema y el tono central de los últimos años de Lorca, antes de que lo mataran, va a hacer ocho décadas en agosto.
Mirada femenina
Por eso, porque Bodas de sangre es una mirada de mujer, con todo lo que ello implica de sumisión y rebeldía, de frustración y rabia, al mundo de los hombres, es lógico que el peso y el brillo de la representación lo lleven los personajes femeninos y no el novio o ese Leonardo, ese león que es el único que tiene nombre en una obra que remarca siempre lo general, aunque no lo parezca porque lo hace desde lo individual. Arrebata y convence Maribel Díaz en su novia atrapada entre su ser y su querer ser, aunque los aplausos más sonoros se los llevó Consuelo Pérez en su papel de madre del novio. En un elenco largo como este hay, como es normal, altos y bajos. Entre los primeros se puede destacar a Vanesa Contreras como mujer de Leonardo o a Marta Díaz, que sobresale entre las “muchachas del coro”. Hubo algún momento en el que se pecó de corrección, que es un pecado menor, en una obra que requiere abandono, pasión contenida, una obra que huele a tierra, a sudor de los caballos, a viñas y trigo, a sangre corriendo y derramada, a noche.
Revisitar a Federico es un placer. Hacerlo de la mano de El Taular invita a quedarse con lo esencial, con lo que esconden los símbolos que, una y otra vez, machaconamente, cosen la trama de Bodas de Sangre. Está todavía en cartelera La novia, una película sobre la obra que ha hecho Paula Ortiz. El Taular se ha ganado, con los años y las obras, el derecho a que la comparen sin condescendencia. Háganlo si tienen ocasión, descontando presupuestos y medios, que ese es otro cantar, uno que poco tiene que ver con el Arte.