A dos días de la celebración del Día Mundial de los Refugiado, que se celebra cada 20 de junio desde que en 2001 la ONU decidiera instaurar esta celebración para recordar a millones de personas desarraigadas en todo el mundo, lanzadigital.com ha hablado con dos refugiados venezolanos que narran la historia personal que les ha llevado a estar desplazados a miles de kilómetros de sus hogares.
Se trata de dos profesionales jóvenes cuyo ‘exceso’ ha sido haber mostrado una posición crítica al Gobierno actual de Nicolás Maduro.
Acoso, desprotección, persecución y hasta torturas fueron las respuestas que recibieron Paul, experto en Relaciones Públicas, y Peggy, abogada, dentro de un sistema “viciado” que les hacía irrespirable su vida por “no ser chavistas”.
Tras solicitar y obtener en España el derecho a protección internacional, en la actualidad están siendo atendidos por la ONG Mancha Acoge en Valdepeñas, localidad en la que viven en paz pero con la esperanza de regresar a su país.
Paul García, tiene 40 años y lleva en España once meses, desde que llegó con su mujer y sus tres hijas, de 16, seis y dos años, como perseguido político por el Gobierno venezolano.
Su historia es como la de cientos de disidentes: ocupó un cargo público (fue gestor de relaciones públicas) en la Gobernación del Estado de Monagas, opositora a la Administración estatal, y cuando acabó el mandato “nos quedamos desprotegidos, sin Seguridad Social, ni apoyo logístico”.
“Sufrí torturas, y nunca se comprobaron las acusaciones que me imputaban” en un proceso judicial “sin garantías”
Pero eso no fue lo peor porque pocas semanas más tarde empezó a sufrir “una persecución intensa contra mí y mi familia”, que lo llevó a ser detenido en varias ocasiones.
“Sufrí torturas, y nunca se comprobaron las acusaciones que me imputaban” en un proceso judicial “sin garantías y sólo por haber trabajado muy cercano al líder máximo de un Estado contendiente”.
Tal situación “me llevó a salir corriendo de mi país tras una vida de trabajo, estudio, y esfuerzo”, explica, aunque lo más duro fue “cambiar la vida a tres niñas de manera radical, en una nueva cultura y país”. Lo bueno es que en menos de un año “se han adaptado muy bien y, afortunadamente, nos han abierto las puertas”.
García señala que se encuentran en la segunda fase del programa de apoyo que brinda el Ministerio del Interior, tras casi un año de estancia, aunque su principal anhelo es regresar a Venezuela, que “es donde tenemos nuestras raíces”.
De hecho, muestra un punto de nostalgia al incidir en sus desvelos para que sus hijas conozcan la Venezuela que “yo conocí”, un país “en democracia, próspero, sin escasez, ni delincuencia, en el que la vida tenía valor y podías salir a la calle sin preocuparte porque te fueran a matar o a robarte”.
Pero Paul García es realista y ve “muy grave” el actual escenario político y social del chavismo, sobre todo para la población y la gente cotidiana que están secuestrados en su propio país, como “mi padre y mi hermana, que viven cada vez peor”.
Este activista de la ‘resistencia’ sostiene que el estado venezolano registra una situación económica insostenible, con un “hiperinflación brutal”, con unos costes de los alimentos inalcanzables para la clases medias y bajas, incluso para las más potentadas, ya que “la escasez es el factor predeterminante en todos los aspectos, aunque tengas el dinero”.
La falta de medicina es otra de las consecuencias críticas que sufren los venezolanos, aduce García, dado que está en juego la salud de las personas, tal y como le ocurrió a su padre “que sufrió un ictus por no disponer medicamentos para tratar la diabetes que padece”.
De la misma manera, la tasa de mortalidad infantil “es más alta que la de Siria, en plena guerra civil”, sobrevenida por la falta de soporte técnico, con el desencadenante más evidente como son “las muertes en los quirófanos y de mujeres dando a luz”, además de los fallecimientos de niños “por desnutrición”.
“Es una realidad latente”, sostiene García, que insiste en que “lo que se ve en los medios de comunicación es el 30% de lo que de verdad ocurre dentro”.
Al parecer, según les cuentan allegados y familiares, “cada vez hay más presos políticos, desapariciones y muertes provocados por el Estado”, con un gobierno que ha desplegado sin complejos su “influencia” sobre el sistema judicial.
Este técnico superior universitario en Publicidad y con estudios de Comunicación Social no pierde la esperanza “de volver cuando llegue el momento”, y mientras tanto hace lo único que puede hacer, que es “conocer lo que pasa dentro y difundirlo de primera mano”, como fue la oportunidad que tuvo el pasado viernes en el encuentro organizado por la Delegación diocesana de Migraciones en la Parroquia de San Pablo.
“Seguimos dando la batalla en twitter, facebook y en las redes, y ofreciendo apoyo moral a los familiares y amigos de allí, que lo están pasando muy mal”.
Desde su ámbito más personal y familiar, subraya que “vivimos un drama porque mi mujer y yo hemos estudiado y trabajado para tener una casa, un coche y una estabilidad, y ahora no tenemos nada”.
Huida en familia
De similares tintes es el reporte de Peggy Morán, una abogada de 38 años, que llegó a España de manera precipitada el pasado 28 de febrero, junto a su marido, sus hijos de 13 y dos años, y su madre.
“Fuimos a la Oficina de Asilo y Refugio y después nos asignaron a Valdepeñas”, recuerda.
Humana y serena, Morán dice que tras la decisión urgente de huir de Venezuela a la que se vio abocada, lo primero que hizo fue montar una estrategia “oficial” en torno a su núcleo más allegado, y mantener la unión de éste, porque “si comemos, comemos todos, y si pasamos hambre, la pasamos todos”.
Ostentó durante nueve años un alto cargo en Caracas, un puesto reconocido y profesional como coordinadora de terminación de responsabilidades en una fundación de la Administración Pública, que dependía directamente del despacho de la Presidencia. Es decir, “que mi jefe máximo era Nicolás Maduro”.
Poco a poco se vio inmiscuida en el activismo oficial ordenado por el presidente, con el que se mostró desde el principio incómoda. “Estaba en contra de que me obligaran a hacer proselitismo político dentro de mi tiempo laboral y fui siempre crítica”, relata. Esta posición “muy clara” le llevó a que “me bajaran de cargo, y me mandaran a las marchas y no me botaron (me despidieron) porque estaba de reposo prenatal y postnatal”.
Cuando se reincorporó siguió disfrutando del fuero maternal, “pero me acosaban y obligaban a apoyar causas con las que no estaba de acuerdo, al igual que a mi esposo, también abogado y con postura crítica, que trabajaba en los tribunales del país, dependientes del Tribunal Supremo”.
Cada día era peor, asegura, no sólo en el ámbito laboral, sino como ciudadana y madre. “No teníamos medicinas, ni alimentos, ni pañales para mi bebé”.
“Hay colectivos que investigan si eres afecto o no al Gobierno, para amenazarte de muerte, y tacharte de escuálido, opositor, de que no eres camarada, y no eres chavista”
“No me quería ir” pero fue en aumento “el acoso subliminal” de los “colectivos que investigan si eres afecto o no al Gobierno, para amenazarte de muerte, y tacharte de escuálido, opositor, de que estás en contra del proceso, de que no eres camarada, no sigues las líneas, y, en definitiva, no eres chavista”.
En este punto. Peggy Morán se rindió al miedo a “que te montaran un delito, sin derecho a la defensa, ni garantía de los principios constitucionales” y empezó a deteriorarse “mi salud psicológica”.
Entonces llegó la decisión de salir con un argumento ficticio.
“Solicitamos las vacaciones que teníamos vencidas de años anteriores y dijimos que nos íbamos a dedicar a la salud de mi mamá, para así poder salir del país”, narra. Seguidamente, compraron los pasajes con el dinero de la venta de su “carro (coche)”, y algunos enseres de su casa, y una vez en España “hablé con un allegado para que llevara mi renuncia oficial”.
En Valdepeñas, “la vida ha cambiado a mejor, con mi niño mayor integrado y mi bebé disfrutando de las salidas al parque que en Venezuela no conoció”, comenta, aunque recuerda a la “familia de allí, a nuestros muertos, mi papá y mi abuela, y pienso que no puedo ir al cementerio a ponerles flores”.
“Allí hay hambre y necesidad, y nosotros tenemos remordimiento y sentimiento de culpa”, confiesa con tristeza porque “sabemos cómo matan a los muchachos o los hacen desaparecer”.
Ante este escenario, “sabemos que por ahora no hay forma de regresar pues nuestra vida correría mucho peligro”, por lo que como Paul García, colabora en “hacer un efecto multiplicador en las redes sociales de lo que ocurre allí y es la realidad verdadera, en la que no hay lo básico para vivir y hay mucha violencia”.