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29 abril 2024
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‘Creer’. Capítulo XI

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“Se restableció el servicio después de aparcar, al agacharme a coger las llaves del coche que se me habían caído” / Clara Manzano
Francisco J. Otero / CIUDAD REAL
Undécima entrega de 'Creer', la novela policíaca del escritor y periodista ciudadrealeño Francisco J. Otero, que los lectores de Lanza podrán ir leyendo día a día, hasta el próximo 14 de abril

Evidentemente, no era cierto, porque la comida era mala. Lo mejor que se podía decir de las judías verdes es que eran verdes. El filete, casi carpaccio, seco y empanado. Las patatas, curiosamente, estaban buenas. El restaurante, un bar grande con mobiliario del que llaman funcional por no decir feo, estaba muy cerca de la universidad. Nos rodeaban hombres sin hacer, poco cocidos, y mujeres muy conscientes de sí mismas. Todos, bulliciosos, despreocupadamente alegres, excepto alguna mirada dolorosa, verdadera.

-Le confieso que este asunto me interesa más por curiosidad intelectual que por un anhelo de justicia o como quiera llamarlo: profesionalidad, a lo mejor. Es prácticamente imposible resolver un crimen más de una década después – peroraba Santiago mientras yo peleaba con la carne y bebía más vino con casera de lo que hubiera sido prudente comiendo con un policía que sabía que iba a conducir poco después- No digo que no se pueda, pero es altamente improbable. Le estoy dedicando algunos ratos sueltos, yo solo, sin ayuda. Lo inmediato es lo urgente. Los fracasos procuramos esconderlos debajo de la alfombra. ¿Qué quiere usted? Somos humanos.

-¿Entonces?

-Pues entonces, seguiré. Se lo digo para que no se haga ilusiones, para que no mida mal las fuerzas, que son pocas. Pero no me queda más remedio que intentarlo.

-¿Por qué? ¿Por qué no lo deja sin más? Nadie va a reclamarle nada. Morel ya no tiene familia. Su madre murió, supongo. Y al niño nunca lo identificaron.

-Ya- Santiago bebió un trago de agua-, el problema es que estoy seguro de que hay una relación entre ambos asesinatos, separados por casi sesenta años.

-Yo también.

-Usted lo deduce. Yo estoy seguro.

Noté mariposas revoloteando en el estómago. Entendí que todo lo anterior había sido un prólogo para determinar si podía o debía contarme lo que estaba a punto de decirme.

-¿Cómo puede estarlo?

-Como usted dice, no hay que ser muy listo. De hecho, quienquiera que los haya matado quería que lo supiéramos… pero no sé, tengo la impresión de que no sabe medir el tiempo, como si su tiempo, su medida, fuera otra. Sólo la muerte nos da esas referencias. Los que investigaron el asesinato del niño, recién salidos de la Guerra Civil, están todos bien enterrados. Nadie recuerda aquel crimen, excepto el que lo cometió.

-¿Quiere decirme de qué está hablando?

-Sí, perdone. Doy demasiados rodeos. Duermo mal últimamente y me cuesta concentrarme. Es el niño. Imagino cómo lo visten, su cara de terror al sentir la punta fría del cuchillo traspasándole la carne, sin dolor apenas. Y los bocados…

-Le entiendo perfectamente- y Santiago me lo agradeció con la mirada.

-Una casualidad- casi gritó el inspector- es que aparezca ahora por la puerta una compañera suya del instituto, pero no que debajo de la lengua de dos muertos, separados por más de medio siglo, aparezca un hilo de lana roja.

Me sentí casi aliviado. Sabía que el dato que acababa de ofrecerme Santiago alimentaba mi inquietud, asentaba mis miedos, empujándolos un poco más adentro. También sabía que, por primera vez en muchos años, no estaba solo.

-La hipótesis es que en ambos casos lo colocaron ahí a última hora, antes de marcharse, después de matarlos y… Así que es un mensaje.

-Uno que no entendemos.

-Cabezas de caballo, lana roja… Supongo que es lo mismo.

No nos dijimos mucho más. Santiago se despidió con un apretón de manos, más afectuoso de lo razonable, y me aseguró que me mantendría informado, que me llamaría en dos o tres días. Me dio su móvil particular, por si tenía algo urgente que comunicarle.

No sé por qué no le dije que había visto a Juana. Quise, tal vez, protegerme (del descrédito de la locura) o protegerle (del fascinante peligro de sus ojos, de su voz de sirena).

Mi teléfono es un ser impotente, encargado de recordarme cómo he ido quedándome solo a lo largo del camino. Sin embargo, creo que había tomado Viagra, porque antes de llegar al coche, sonó por tercera vez en el día, un récord. Era Rosendo, al que no recordaba haberle dado el número.

-¿Cómo está? La verdad es que cuando se marchó me quedé un poco preocupado. Lo noté… distraído. Es normal, con todo lo que le ha pasado, bueno, con lo que le está pasando. No todo el mundo lo admite, pero nosotros sí. Estamos acostumbrados a tratar con situaciones de este tipo, que se escapan al entendimiento común.

No se callaba. Podía seguir hablando, sin decir nada, durante horas. Estaba seguro, pero no iba a hacer la prueba.

-¿Alguna novedad, Rosendo?

-¿Eh? Ah, sí, claro. ¿Podemos quedar? Me gustaría contarle un par de cosas. He estado investigando por mi cuenta. Estos temas me…

-Cuando vuelva. No estoy en Madrid.

-¡Ah! ¿Y dónde está? No quiero meterme en su vida privada, no vaya usted a creer. Es sólo que… me preocupa un poco. No tiene que pasarle nada, no me malinterprete, pero lo que he averiguado es… no sé cómo decirlo… intrigante.

-Estoy en Ciudad Real.

-¿Cómo?

-En Ciudad Real.

-No, si le he escuchado, pero ¿qué hace allí? Será mejor que regrese. No es el un lugar adecuado para pasar unos días en las circunstancias actuales. ¿Ha encontrado algo nuevo?

-No, Rosendo. Cuando vuelva a Madrid le llamo y quedamos.

-Espere, espere. Preferiría contárselo en persona, pero si no va a venir de momento, déjeme que se lo diga por teléfono.

Vi un banco y me senté. Sopesé la opción de simular interferencias y cortar la llamada, pero me contuve. Por el contrario, aventuré un tímido:

 

-¿Otra vez?

-Es un demonio. Satán quizás, con doce alas, cara de león, cuerpo de serpiente.

-Ya, por favor, déjelo.

-Entre los cabalistas españoles del siglo XV, Samael es el que encabeza la corte infernal e Ismael es su asistente. Ya, ya, no se impaciente. Según parece, en Daimiel o por aquella zona hay una secta ofita, un coven quizás, y su amo, su señor, es alguien que se hace llamar Samael. Da escalofríos, ¿no?

Suspiré.

-¿Tampoco sabe lo que es?

-No, Rosendo.

-Bien, se lo explico.

-Brevemente, por favor.

-Faltaría más. Ofita es más bien un nombre genérico. Bajo él se agrupan diferentes sectas, todas gnósticas. Básicamente, entienden que Yavhé, Dios, o como quiera usted llamarlo, prohibió el conocimiento a los hombres. La serpiente, Samael, desafía esa prohibición, es un héroe, una heroína, mejor, que nos puede iluminar, pero para ello hay que rebelarse. Se supone que la creencia desapareció sobre el siglo V… pero, en fin.

-¿Y usted cree que…?

-En los ambientes esotéricos se dice que en la comarca del Campo de Calatrava hay una secta de ese tipo. Son gnósticos, lo que quiere decir que el camino es el conocimiento, no el amor o la moral. Es bueno que lo recuerde.

Volví a suspirar.

-Perdone que le diga, Rosendo, pero a mí todo esto me parece una gilipollez.

-Es probable que yo hable mucho, pero lo que es seguro es que usted escucha poco. Lo entiendo, está usted pasando momentos complicados. ¿Recuerda lo que le dijo Rosaura?

-Dijo tantas cosas…- e intenté hacer memoria.

-No importa lo que usted crea: es lo que los otros creen. Deje de mirarse al ombligo. Y no se lo tome como una recriminación, que no lo es. A mí también me resulta ridículo adorar una serpiente, pero no más que una cruz. Trate de mirar más allá de los símbolos.

-Está bien. ¿Sabe algo más? ¿Cómo localizarlos?

-¿Está loco? ¿Cree que salen en las páginas amarillas, que tienen página web, que celebran sus fiestas en una discoteca con barra libre?

-Tengo que dejarle – lo decía en serio ahora.

-Sólo una cosa: tenga cuidado- parecía sinceramente preocupado- ¡Ah! Y, ¿sabe quién es la mujer de Samael?

Dejé pasar la oportunidad de demostrar, una vez más, mi ignorancia.

-Lilith.

-¿La primera mujer de Adán?

-A esa sí la conoce.

-No crea que demasiado. Recuerdo un cuadro de Dante Gabriel Rossetti con una hermosa pelirroja.

-Esa es. Dicen que rapta niños por la noche y que engendra hijos con el semen de las poluciones nocturnas.

-Por Dios… Le llamo si le necesito. Gracias- y colgué, demasiado bruscamente, como si en vez de estar haciéndome un favor, Rosendo me debiera uno.

Me sentía mareado. Estuve un buen rato allí, sentado, sin pensar. Luego, desanduve lo andado, hasta la comisaría, donde volví a preguntar por Santiago. Supongo que las sectas ofitas no son cosa de la policía, pero el inspector parecía abierto a la posibilidad de que algún loco, en nombre de lo que fuera, hubiera participado en los asesinatos. Un loco o un grupo de desequilibrados. Mejor esta última opción, que aseguraba la continuidad, de los motivos y los métodos.

Santiago había salido y ni siquiera se me pasó por la cabeza llamarle por teléfono. Había sobrepasado con creces mi límite de tolerancia a las llamadas telefónicas. Otra cosa que odio. Empezaba a asomarse la noche cuando conduje de vuelta a Almagro. En el coche, con las noticias de fondo, fui hablando conmigo mismo, tratando de escribirme un papel digno en esta historia. No conseguía recordar el nombre del demonio, Satanás o dios y eso detuvo todo el proceso, provocando un cortocircuito. Se restableció el servicio después de aparcar, al agacharme a coger las llaves del coche que se me habían caído: Samael.

Estuve hasta las tres buscando con el móvil por internet. A esa hora me quedé dormido, con la cabeza poblada de fantásticas y diabólicas imágenes. Soñé con un gato al que le habían arrancado los ojos. Lo llevaban en una litera y le daban de comer vísceras. El animal apenas las tocaba, pero su hocico estaba rojo de sangre. Una mujer se acercó de espaldas. Cuando se retiró, la bestia tenía dos ojos, azules. Miré a Juana, buscando su mirada y me encontré con dos cuencas vacías y una sonrisa.

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